Guillermo tenía una vida, la que nunca fue igual después del COVID. Perdió a un hijo producto de las complicaciones de la enfermedad. El muchacho estuvo un par de mese entubado, muriendo a consecuencias de una infección por lo prolongado del tratamiento. Él mismo fue hospitalizado producto de la enfermedad. Estuvo a un tris de pasar por lo mismo. Salió, pero nunca pudo volver a trabajar. Ni a moverse por la ciudad como estaba acostumbrado. Su mundo se empequeñeció. Su chispa se apagó.
La pandemia de COVID-19 puede ser considerada uno de los eventos que más han impactado a la humanidad en el último tiempo. En todos los aspectos de la vida en sociedad, la pandemia rediseñó el mundo. Se produjeron transformaciones, especialmente en la forma en que la gente se relaciona.
Así como nadie esperó que algo así sucediera, nadie aquilató las secuelas que dejaría. Muchas, en realidad, respondieron a la aceleración de tendencias que ya estaban ganando terreno. Como la digitalización y el comercio electrónico, las restricciones de movilidad y el cierre de negocios físicos obligaron a muchas empresas a migrar al entorno digital. Una transición que se mantuvo una vez superada la crisis, cambiando la manera en que los consumidores interactúan con productos y servicios. Y no sólo en lo que concierne a instituciones privadas. Muchas oficinas públicas han mantenido la modalidad virtual en la atención.
Corriendo por este mismo carril, el trabajo remoto se ha consolidado en muchos sectores de la sociedad. Lo que se consideró que sería una solución temporal, se ha establecido como una práctica habitual en muchas empresas. En el mundo post-COVID, las organizaciones han revaluado sus necesidades de infraestructura física, lo que ha dado lugar a nuevas dinámicas en los mercados laborales y el uso del espacio urbano. En este aspecto notable ha sido como instituciones de formación a todo nivel han llegado a desarrollar una experticia en la educación a distancia.
Pero es a nivel cultural donde los efectos de la pandemia han sido más notorios. Factores como el confinamiento prolongado, la pérdida de seres queridos, la incertidumbre, han dejado una huella profunda en la salud mental de millones de personas. Tomamos conciencia de nuestra fragilidad, de que aquello que nos parecía inmutable, o de la capacidad infinita del ser humano a controlar su destino, no era más que pura ilusión. Al ser humano no sólo se le movió el piso, desapareció de un día para otro. Las relaciones sociales se han reconfigurado, lo que ha generado una nueva forma de hacer contacto.
La mayor, y la más preocupante de las secuelas que dejó la pandemia, ha sido la desconfianza con respecto cualquier orden de organización superior (instituciones estatales y organismos internacionales).
La incertidumbre que provocó la rápida propagación del virus, la incapacidad de algunas instituciones para gestionar la crisis de manera eficaz y la desinformación masiva generaron una pérdida significativa de la fe pública en los gobiernos, las organizaciones internacionales y los sistemas de salud.
La desinformación y las teorías conspirativas se propagaron con tanta rapidez como el virus. Las redes sociales, que sirvieron como plataformas esenciales para la comunicación durante los confinamientos, también se convirtieron en terreno fértil para la difusión de noticias falsas y teorías sin fundamento. Esto debilitó aún más la confianza en las fuentes de información oficiales. Las narrativas que circulaban en línea eran más atractivas para el público que los mensajes oficiales, lo que debilitó aún más la relación entre los ciudadanos y los organismos que intentaban manejar la crisis. Desconfianza que será muy difícil de superar.
Guillermo tiene 85 años, carga su pena y las secuelas que dejó la enfermedad en él. Le cuesta entender este mundo tan distinto. Sale poco de la casa y gran parte de sus necesidades las nutre a través de la vía digital. Ha sabido, dentro de sus limitaciones, reinventarse y, quizás más mal que bien, algo se maneja en el universo digital. Pero extraña el contacto físico con los otros. Recela de este nuevo orden de las cosas. Extraña ese mundo que nunca volverá.
Por Mauricio Jaime Goio.
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