La cordillera de los Andes recorre toda Latinoamérica, testigo silente de la infinidad de crisis que este continente ha enfrentado desde los albores de sus repúblicas. Durante las últimas dos décadas del siglo XX y lo que llevamos del XXI, la inestabilidad política ha sido una constante tan persistente como el paso del tiempo. Desde México hasta la Patagonia, el continente ha transitado por un sendero incierto, donde la política y la economía se entrelazan en un baile siempre al borde del colapso.

La década de 1980 trajo consigo una tormenta económica, marcada por la implementación de políticas neoliberales bajo la égida de organismos internacionales como el FMI y el Banco Mundial. En países como Argentina y Brasil, figuras como Carlos Menem y Fernando Collor de Mello se convirtieron en símbolos de la privatización y el adelgazamiento del Estado. Fue la era de la promesa de modernización, donde el Estado debía reducirse para liberar el potencial económico. Pero esas promesas pronto se desvanecieron, dejando una sociedad fragmentada, en la que la pobreza crecía al mismo ritmo que la concentración de la riqueza.

En México, bajo el mandato de Carlos Salinas de Gortari, se erigió un caso paradigmático. En 1994, la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) parecía la carta de entrada del país al club de las economías desarrolladas. Sin embargo, cuando la economía mexicana colapsó tras la devaluación del peso, quedó en evidencia la fragilidad del modelo. Los bancos, al borde de la quiebra, fueron rescatados por el Estado a través del programa Fobaproa, generando una deuda que cargarían las siguientes generaciones.

En Argentina, la convertibilidad impuesta por el ministro de economía Domingo Cavallo bajo el gobierno de Menem, que ató el peso al dólar, ofreció durante algunos años una ilusión de estabilidad. Pero en 2001 todo se derrumbó. Los bancos cerraron sus puertas en medio del «corralito» financiero, dejando a la población sin acceso a sus ahorros, y el país se sumió en una crisis que terminó con la renuncia del presidente Fernando de la Rúa, tras una escalada de violencia social. De la Rúa huyó de la Casa Rosada en helicóptero y Argentina vivió días de caos, con cinco presidentes en el lapso de una semana.

La crisis china de comienzos de los 2000 también tuvo un profundo impacto en América Latina. La desaceleración de la economía del gigante asiático, principal comprador de materias primas de la región, golpeó duramente a economías dependientes de la exportación, como Chile y Perú. Los precios de los minerales cayeron en picada, arrastrando consigo las esperanzas de estabilidad económica. Los bancos, una vez más, estuvieron al borde del abismo, y los Estados intervinieron para rescatarlos, repitiendo el ciclo conocido: la socialización de las pérdidas y la privatización de las ganancias.

Ante este panorama desolador, el continente giró hacia la izquierda. En Venezuela, Hugo Chávez emergió como el paladín de los desposeídos, prometiendo un «socialismo del siglo XXI» para enfrentarse al neoliberalismo. En Bolivia, Evo Morales se convirtió en el primer presidente indígena del país, mientras que en Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva llevó al Partido de los Trabajadores (PT) al poder, con un mensaje de esperanza para las clases trabajadoras. En Argentina, Néstor Kirchner, y más tarde su esposa Cristina Fernández, impulsaron un giro populista que prometía justicia social tras la debacle de 2001.

Con el tiempo, estos gobiernos de izquierda también comenzaron a tambalear. La caída de los precios de las materias primas a mediados de la década de 2010 debilitó las economías de la región, los problemas de corrupción y las ambiciones reeleccionistas, se hicieron evidentes. En Brasil, el escándalo del Lava Jato salpicó a gran parte de la clase política, incluyendo a Lula, quien fue encarcelado (aunque luego liberado y absuelto). En Venezuela, el gobierno de Chávez y su sucesor Nicolás Maduro enfrentaron una crisis humanitaria y económica sin precedentes, con hiperinflación, desabastecimiento y una emigración masiva. En Bolivia, el intento de perpetuarse de Morales le valió una protesta nacional inédita por los cuestionados resultados electorales de 2019 y huyó en busca de asilo mexicano.

El problema de fondo en Latinoamérica parece ser la falta de alternativas. Tanto los gobiernos neoliberales como los de izquierda han tendido a representar los intereses de un grupo, en lugar de atender las necesidades de toda la población. En Chile, el estallido social de 2019 demostró que incluso un país visto como un «modelo de éxito» económico puede estar profundamente fracturado en su base social. El malestar generalizado responde a la falta de oportunidades reales y a una distribución del poder que siempre parece inclinarse hacia unos pocos.

La inestabilidad política en América Latina no se entiende sólo como el resultado de malas políticas económicas o la dependencia de factores externos, como el precio de las materias primas. Es el reflejo de una lucha continua por la distribución del poder, donde la democracia parece ser apenas un vehículo para la perpetuación de élites, dejando a la mayoría atrapada en una espiral de crisis recurrentes. Los ecos de las promesas rotas de las décadas pasadas siguen resonando en cada rincón del continente, y el futuro de América Latina continúa siendo algo incierto.

por Mauricio Jaime Goio.


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