Vivimos en una era en la que el caos y el desasosiego parecen ser los protagonistas. Las noticias sobre crisis políticas, desastres naturales, pandemias y conflictos están al alcance de un clic, invadiendo nuestras pantallas a cada instante. Pero surge una pregunta inevitable: ¿es el mundo realmente tan catastrófico como parece, o estamos atrapados en una burbuja de pesimismo, cuidadosamente construida por los algoritmos que nos rodean?
A lo largo de la historia de la humanidad, hemos tenido una inclinación casi fatalista por los relatos de decadencia y catástrofe. Desde las antiguas profecías hasta los titulares sensacionalistas, el desastre siempre ha tenido un lugar privilegiado en nuestra psique. Lo que ha cambiado es la manera en que las tecnologías digitales y las redes sociales han exacerbado esta tendencia innata. La exposición constante a noticias negativas y la dinámica de validación emocional en línea han creado una espiral de ansiedad y desesperanza de la que parece casi imposible escapar.
Para comprender por qué nuestras mentes parecen gravitar hacia lo negativo, es útil remontarse a los inicios de nuestra existencia como especie. Los psicólogos han denominado este fenómeno el «sesgo de negatividad», una característica evolutiva que, en su momento, fue esencial para la supervivencia. Nuestros antepasados prestaban más atención a los peligros —un depredador, una tormenta inminente— porque estar alerta a las amenazas aumentaba las probabilidades de sobrevivir. Hoy, sin embargo, ese instinto, amplificado por la tecnología, puede estar jugando en nuestra contra.
Las redes sociales, lejos de ser la utopía de conexión global que se nos prometió hace poco más de una década, se han convertido en las arquitectas de nuestra angustia cotidiana. Cada día, al encender nuestros dispositivos, nos enfrentamos a lo que parece una avalancha interminable de crisis, escándalos y tragedias. ¿Qué pasó con la promesa de un futuro más brillante, con la esperanza tecnológica que iba a resolver nuestros problemas? ¿En qué momento comenzamos a ver el mundo a través de lentes tan oscuros?
Cada interacción que tenemos con una noticia negativa en Facebook o Twitter alimenta un ciclo insidioso. Le estamos diciendo al algoritmo: «quiero más de esto». Así, las plataformas priorizan el contenido más alarmante o controversial, sumiéndonos en un ciclo de retroalimentación en el que lo peor del mundo sube a la superficie. Es lo que algunos han llamado la «burbuja de pesimismo», donde nuestra percepción del mundo se distorsiona, volviéndose más sombría de lo que realmente es.
Este fenómeno no se limita solo a las noticias. Las redes sociales han generado una cultura de indignación moral, en la que cualquier error o injusticia puede volverse viral en cuestión de minutos. Si bien esto ha permitido denunciar abusos y dar visibilidad a movimientos sociales importantes, también ha fomentado un clima de crispación constante, donde lo escandaloso y lo negativo tienen más cabida que lo constructivo o positivo.
Durante la pandemia de COVID-19, se popularizó el término doomscrolling para describir la tendencia de desplazarse sin fin por las redes sociales o medios en busca de malas noticias. Este hábito, lejos de proporcionarnos control sobre lo que sucede, alimenta un ciclo de angustia y ansiedad. En lugar de ofrecernos claridad, el doomscrolling nos sobrecarga con información negativa, elevando nuestros niveles de estrés y perpetuando una percepción distorsionada de la realidad. Creemos que el mundo está al borde del colapso, simplemente porque lo vemos a través de la lente de nuestras redes.
Sin embargo, el problema va más allá del contenido que consumimos. Las redes sociales no solo responden a nuestras preferencias; también las moldean. Su modelo de negocio se basa en captar nuestra atención el mayor tiempo posible, y lo que más retiene esa atención son las emociones intensas: el miedo, la ira, la tristeza. Así, lo sensacionalista y lo negativo ocupan un lugar privilegiado en nuestras interacciones diarias con la información, mientras las historias más positivas o equilibradas quedan relegadas a un segundo plano.
Hay algo profundamente perverso en nuestra relación con estas plataformas. Sabemos que nos hacen daño, que nos sumergen en un estado de estrés y ansiedad, y, sin embargo, no podemos dejarlas. La psicología nos dice que los eventos negativos tienen un impacto emocional mucho más profundo que los positivos. De hecho, se necesitan varias experiencias positivas para contrarrestar una sola negativa. En el mundo digital, esas experiencias positivas son cada vez más escasas.
Los medios de comunicación, por su parte, tienden a simplificar la información y reducirla a un espectáculo. En lugar de proporcionar contexto o análisis profundo, los titulares están diseñados para captar nuestra atención y generar clics. En la era digital, este fenómeno ha alcanzado nuevas alturas, contribuyendo aún más a nuestra percepción de que el mundo es un lugar más sombrío de lo que realmente es.
Romper este ciclo de pesimismo requiere un enfoque más consciente en nuestra relación con la tecnología y las redes sociales. Establecer límites de tiempo, desactivar notificaciones innecesarias y diversificar nuestras fuentes de información son pasos básicos, pero necesarios, para mitigar el impacto emocional negativo. Además, es crucial reequilibrar nuestra atención hacia los aspectos positivos del mundo. Si bien es importante estar informados sobre los problemas que nos rodean, debemos recordar que también ocurren cosas buenas, y que esas historias merecen nuestra atención tanto como las malas.
En última instancia, la tecnología y las redes sociales tienen un potencial innegable para conectar al mundo de formas sin precedentes. Sin embargo, también han intensificado nuestras percepciones más oscuras, creando una burbuja de pesimismo que, si no somos conscientes, puede atraparnos. El reto está en aprender a manejar estas herramientas de manera que nos sirvan para mejorar nuestra visión del mundo, en lugar de empeorarla.
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