Imaginemos Bolivia como un capítulo de la popular serie de HBO Juego de Tronos, donde los protagonistas no luchan por simples ideales o por el bienestar de todos, sino por el control del poder en su máxima expresión: el trono de hierro. En este caso hablamos del poder político, del control del Movimiento al Socialismo (MAS) y, en última instancia, del destino de Bolivia. Evo Morales y Luis Arce, dos protagonistas que alguna vez compartieron un mismo objetivo, ahora compiten por el dominio de los nueve reinos bolivianos.
Para Evo Morales, la figura patriarcal de este conflicto, el acceso al poder no se limita a la lucha política, sino la búsqueda de la construcción de un mito, de la construcción de un líder indiscutible de los sectores más marginados del país, especialmente de las comunidades indígenas y rurales. En nuestra serie Morales sería Tywin Lannister, el astuto patriarca que, tras años de consolidar su poder, se enfrenta a un desafío inesperado desde su propio clan. Luis Arce, el tecnócrata eficiente y aparentemente «bienintencionado», es Tyrion, el hijo subestimado y deforme, al que no reconoce la condición de vástago, y responsabiliza por la muerte de la madre (todo muy simbólico). Pero, a pesar de los reparos del padre, Lannister, al fin y al cabo. Un tipo listo que comienza a consolidar su propia agenda de poder.
En esta nueva temporada, Morales y Arce construyen y rompen alianzas. Tywin, no puede aceptar quedar al margen. Aunque ya no esté formalmente en el trono, su influencia sigue siendo formidable entre las bases campesinas y sindicales que, como las casas nobles en Juego de Tronos, ven en su linaje la garantía de estabilidad y protección. Pero, como Tyrion, Arce no se conforma con ser una simple «mano del rey». Aunque su gestión haya comenzado bajo la sombra de Morales, su objetivo es consolidar su propio poder y, quizás, reconfigurar el futuro del MAS y del país en su favor.
Al igual que en la serie, donde cada casa noble construye su propia narrativa para justificar su lugar en el juego, Morales y Arce han comenzado a edificar sus relatos. Para Morales, el discurso es claro: el líder que rompió con siglos de marginación y que llevó a Bolivia a una nueva era. Evo se presenta como el legítimo defensor del proyecto popular e indígena. Para sus seguidores, la historia está escrita: Morales es el héroe del relato, el líder que, a pesar de las adversidades, sigue siendo el símbolo de la resistencia contra las élites.
Por otro lado, Luis Arce se muestra como el líder pragmático, el gestor eficiente que rescató la economía boliviana durante los años de bonanza gracias a los recursos naturales. Busca construir un relato más institucional, menos dependiente de la figura personalista de Morales. Si bien es consciente de que no puede prescindir completamente de la base histórica del MAS, intenta proyectar una imagen más moderada y técnica. Sin embargo, al igual que Tyrion, sabe que no es fácil liberarse del peso del apellido y de la historia que lo precede.
Ambos bandos han comenzado a justificar su legitimidad. Morales se presenta como el protector de los intereses del pueblo y acusa a Arce de desviar el proyecto hacia un camino menos radical. Arce, por su parte, intenta mostrar que el país necesita una gestión eficiente, sin los excesos y las tensiones internas que marcaron los últimos años de Morales en el poder.
Pero más allá de esta lucha interna, la crisis política boliviana pone en evidencia un problema mayor: la falta de proyectos alternativos. En el Juego de Tronos, mientras las grandes casas luchaban por el control del trono, otros actores menores quedaban al margen de la disputa, incapaces de ofrecer una alternativa viable. De manera similar, en Bolivia, la hegemonía del MAS ha neutralizado a las fuerzas opositoras, que no han logrado articular una visión convincente del futuro del país. Los años de dominio de Morales no solo sofocaron a la oposición, sino que también limitaron el surgimiento de nuevos liderazgos dentro del propio MAS.
Cuando Morales renunció en 2019, Bolivia quedó sumida en un vacío político. El gobierno interino de Jeanine Áñez, un capítulo caótico de la serie, fue incapaz de construir una narrativa que atrajera a las masas. Lo que debía ser una transición se convirtió en una crisis de legitimidad, dejando a Bolivia nuevamente atrapada en el mismo ciclo de dependencia política hacia la figura del líder cocalero.
La victoria de Arce en las elecciones de 2020 fue vista como una continuidad del proyecto del MAS, pero en realidad abrió una nueva batalla por el control del trono. La victoria en una batalla no garantiza la paz, Arce y Morales han comenzado una guerra por la dirección del MAS y, en última instancia, del país. La posibilidad de que Morales vuelva a presentarse en 2025 sigue siendo una amenaza latente para la estabilidad del gobierno de Arce, y cada paso que da está condicionado por la sombra del patriarca.
Bolivia enfrenta una encrucijada. El conflicto entre Arce y Morales no solo define el destino del MAS, sino también el rumbo de un país que ha quedado atrapado en una lucha de personalismos. Al igual que en el mundo ficticio de Juego de Tronos, donde el poder absoluto corrompe y la búsqueda del trono deja un rastro de destrucción, la política boliviana corre el riesgo de seguir siendo prisionera de las disputas internas si no se encuentra una salida que trascienda a los personajes y se enfoque en la construcción de un sistema institucional más sólido.
El desafío para Bolivia, como para cualquier reino en medio de una guerra, es construir algo que vaya más allá de los jugadores. Sin proyectos políticos alternativos que ofrezcan una visión de futuro clara, el país seguirá atrapado en las luchas del pasado, incapaz de avanzar hacia una democracia más plena y estable. Evo Morales y Luis Arce juegan su partida, pero el verdadero reto es que Bolivia no termine como los siete reinos: desangrándose en una guerra interminable por el poder, mientras el pueblo queda atrapado en la periferia del conflicto.
En este juego el destino de Bolivia no puede depender solo de quién se siente en el trono, sino de la capacidad del país para salir del ciclo de personalismos y construir instituciones fuertes que puedan resistir las luchas internas y proyectar un futuro más inclusivo y democrático. Al final del día, como bien sabe cualquier jugador, se gana o se pierde.
Para Tywin y Tyrion Lannister las personas no pasan de ser fichas que mueven en un tablero. Y el que pierda la partida, a menos que sea encerrado en la torre más alta del castillo, simplemente se retira del juego, esperando una nueva oportunidad.
por Mauricio Jaime Goio
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