En Bahía Blanca, una ciudad portuaria al sudoeste de la Provincia de Buenos Aires, nació en 1927 César Milstein, el científico que, décadas más tarde, revolucionaría la medicina moderna con su descubrimiento de los anticuerpos monoclonales. Si bien su contribución a la ciencia es universalmente reconocida (con el Premio Nobel en Fisiología y Medicina en 1984 que selló su lugar en la historia), lo que quizá no es tan conocido es que Milstein encarna una historia mucho más amplia: la del potencial transformador de la educación pública argentina en el siglo XX.
Milstein fue hijo de inmigrantes judíos que huyeron de Ucrania a principios de siglo, en busca de un destino menos incierto. Fue en ese contexto que la educación pública argentina lo acogió y encendió la chispa que lo convertiría en una de las mentes más brillantes de su tiempo. Cursó la educación primaria en la escuela 3 y la secundaria en el Colegio Nacional, todo en su natal Bahía Blanca. Su formación académica tuvo lugar en la Universidad de Buenos Aires (UBA), una institución pública que, durante la primera mitad del siglo XX, se erigió como un faro de conocimiento en un país donde la movilidad social y el acceso al saber parecían no tener límite.
La Argentina de aquellos años era un país en ebullición. Con un crecimiento sostenido y una apuesta decidida por la ciencia y la tecnología, el gobierno de Arturo Frondizi había dado forma al CONICET, creando una estructura que garantizaba estabilidad a los investigadores. Esta era una Argentina que creía en el futuro, que apostaba por su talento y que le brindaba a personas como Milstein las herramientas necesarias para sobresalir. Fue en la UBA donde Milstein encontró su vocación y su sentido de compromiso con el conocimiento como un bien público.
Sin embargo, la relación de Milstein con su país de origen no sería siempre tan prometedora. La inestabilidad política que asoló a Argentina durante las décadas de 1960 y 1970 forzó a muchos de sus científicos más destacados al exilio. Cuando en 1962 el gobierno militar derrocó a Frondizi, Milstein se encontraba en el Instituto Malbrán liderando la División de Biología Molecular. Pero su compromiso con la política y su lealtad a la ciencia pública lo llevaron a renunciar en solidaridad con el director del instituto, expulsado por el nuevo régimen. Fue el punto de quiebre que lo empujó a dejar el país, emprendiendo un exilio que, salvo visitas ocasionales, sería definitivo.
A pesar de haberse exiliado en Cambridge, Inglaterra, y de haber realizado la mayor parte de su trabajo en el famoso Laboratorio de Biología Molecular del Medical Research Council, Milstein nunca dejó de ser un producto de la educación pública argentina. Cada uno de sus logros tenía una raíz profunda en las aulas de la UBA, en un sistema que alguna vez creyó en la ciencia como motor de progreso social. Es un dato revelador que, cuando Milstein y Georges Köhler descubrieron la técnica de los anticuerpos monoclonales, decidieron no patentarla, permitiendo que la comunidad científica internacional pudiera aprovechar el descubrimiento libremente. Era una decisión que Milstein veía como una obligación ética: la ciencia debía estar al servicio de la humanidad, y no de los intereses privados.
Su legado resuena con mayor fuerza cuando se contrasta con el presente. Hoy, la educación pública argentina enfrenta desafíos estructurales, y la fuga de cerebros continúa a un ritmo preocupante. A medida que las inversiones en ciencia se reducen y los investigadores buscan oportunidades en el extranjero, el país sigue perdiendo el talento que alguna vez encendió fueguitos, como describió la sobrina de Milstein en un documental sobre su vida.
La historia de César Milstein es, en última instancia, una historia de oportunidades. Oportunidades que le brindó un sistema educativo inclusivo y accesible, y que él supo transformar en descubrimientos que han salvado incontables vidas. Su figura es un recordatorio de lo que puede suceder cuando el conocimiento es compartido, cuando la ciencia es vista como un bien público y cuando los gobiernos apuestan por el desarrollo a largo plazo. Porque, en última instancia, el caso de Milstein no es solo la historia de un hombre de ciencia, sino la de un país que, por un tiempo, soñó con un futuro mejor.
Hoy, mientras sus anticuerpos monoclonales siguen revolucionando la medicina, la lección de César Milstein sigue vigente: invertir en educación pública no es solo una apuesta por el conocimiento, sino por el futuro mismo de una sociedad. Y quizás, más que nunca, es hora de avivar esos fueguitos que Milstein dejó encendidos.
Su historia es quizá la menos conocida de los cinco premios Nobel de la educación pública argentina: de Medicina Bernardo Alberto Houssay (1887-1971), de Química Luis Federico Leloir (1906-1987, de la Paz Carlos Saavedra Lamas (1878- 1959) y Adolfo Pérez Esquivel (1931).
por Mauricio Jaime Goio
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