En un supermercado cualquiera, a cualquier hora del día, los estantes rebosan de productos que, bajo una mirada superficial, parecen una respuesta rápida y económica a las demandas de nuestra apretada agenda moderna. Pero detrás de las etiquetas brillantes y las promesas de “comida saludable” o “energía instantánea”, los alimentos ultraprocesados esconden una realidad que va más allá del simple consumo. Desde sus ingredientes hasta sus efectos en nuestra salud, estos productos reflejan y amplifican los valores de una modernidad que, al priorizar la conveniencia y la rentabilidad, ha convertido la alimentación en una dependencia global.

Desde que Chris van Tulleken, médico británico y autor del libro Gente Ultraprocesada, publicó su experimento al consumir únicamente este tipo de alimentos durante semanas, el debate se intensificó en todo el mundo. ¿Qué tan saludable puede ser una dieta que se construye a partir de ingredientes que no existen en una cocina tradicional? Van Tulleken argumenta que estos productos, diseñados en laboratorios, están formulados con un propósito claro: estimular la adicción. Los aditivos y potenciadores de sabor convierten al azúcar, la sal y las grasas en armas de manipulación masiva, alterando los circuitos de recompensa en el cerebro y creando un patrón de consumo compulsivo.

“Si necesitas leer una larga lista de ingredientes que no reconoces, entonces probablemente tengas en tus manos un ultraprocesado”, afirma Van Tulleken. Y es que su diseño, tanto en su composición como en su empaquetado, está pensado para capturar al consumidor. Este fenómeno, sin embargo, no es nuevo. A mediados de la década de 1980, las principales tabacaleras diversificaron sus operaciones al sector alimentario, comprando gigantes como Nabisco y General Foods. Con ellos llevaron las técnicas de marketing y las redes de distribución global que ya usaban para vender cigarrillos, aplicando el mismo enfoque a la comida.

La irrupción estos alimentos en la dieta cotidiana no es un accidente de mercado, sino una estrategia cuidadosamente diseñada. La industria alimentaria, buscando reducir costos y ampliar sus márgenes de ganancia, recurre a ingredientes baratos y de larga vida útil que pueden ser fácilmente distribuidos en masa. Para muchos consumidores, especialmente en sectores de bajos ingresos, estos productos representan la opción más accesible y económica, creando una ilusión de libertad de elección que es, en realidad, una cárcel de consumo.

Las cifras son alarmantes: en Estados Unidos, más del 58% de la ingesta calórica proviene de estos productos, y en países como México o Brasil, su consumo también ha aumentado dramáticamente en los últimos años. Este fenómeno, de acuerdo con Van Tulleken, no solo tiene un impacto devastador en la salud, sino que también impone un costo cultural. Al sustituir alimentos tradicionales, la industria contribuye a la destrucción de las cocinas locales, y con ellas, de identidades culinarias profundamente enraizadas en cada región.

Los efectos de los ultraprocesados van más allá de las estadísticas de obesidad y enfermedades cardiovasculares. En un nivel más profundo, afectan la mente y el estado de ánimo. Estudios recientes sugieren que las dietas ricas en estos productos están asociadas a un mayor riesgo de padecer ansiedad, depresión y otros trastornos mentales. Esto se debe en parte a cómo el azúcar y las grasas afectan las vías de recompensa en el cerebro, generando un ciclo de satisfacción momentánea que induce a un consumo sin fin.

Para Van Tulleken, estos alimentos y el tabaco son la misma cosa. Productos diseñados para sostener una adicción. “¿Podría sobrevivir una empresa alimentaria que vendiera productos que saciaran completamente a sus consumidores?” se pregunta. La respuesta, evidentemente, es negativa. La supervivencia y expansión de la industria alimentaria dependen de un consumidor que nunca se sienta realmente satisfecho.

Ante esta situación, algunos países han comenzado a reaccionar. Chile, México y Argentina han implementado etiquetas de advertencia y restricciones de publicidad, intentando desincentivar su consumo entre la población más joven. Estas medidas recuerdan las estrategias empleadas en la lucha contra el tabaco. La pregunta es, ¿son suficientes?

Para Van Tulleken, aunque estos esfuerzos son un buen comienzo, son insuficientes. La única solución real, sostiene, es una regulación similar a la impuesta a la industria del tabaco, que incluya restricciones estrictas a la publicidad, impuestos agresivos y la prohibición de venta a menores. Además, argumenta que es necesario un cambio sistémico que transforme el modelo de producción y consumo de alimentos, priorizando una oferta de alimentos frescos y locales.

Es un momento decisivo para la alimentación y la salud pública. Nos enfrentamos a un dilema. Aceptar una alimentación que perpetúa un ciclo de consumo y enfermedad, o abogar por un modelo que recupere el valor de los alimentos reales, aquellos que no solo nutren el cuerpo, sino también el alma y las tradiciones. Limitar el poder de las corporaciones y promover políticas que protejan las dietas tradicionales no es solo una cuestión de salud. Es una forma de resistir a una modernidad que amenaza con devorarlo todo.

Por Mauricio Jaime Goio.


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