A medida que el mundo envejece, se enfrenta a un crecimiento sin precedentes en su población mayor. Como efecto colateral, aparece un gran tema: cómo nos hacemos cargo de este emergente segmento social. La solución, que la propia familia asuma los cuidados cuando llega el momento de la dependencia. Así el cuidado no profesional ha pasado de ser una labor marginal y doméstica a un tema de discusión pública. Esta labor, que aún descansa casi por completo sobre los hombros de las familias —y particularmente de las mujeres—, comienza a ser reconocida como un pilar fundamental de la estructura social, aunque los mecanismos de apoyo continúan siendo escasos y fragmentados.
El cuidado no profesional, el mismo que realiza en silencio una madre, una hija o incluso una pareja, parece no tener lugar en las métricas de progreso ni en las estadísticas de empleo. Sin embargo, su impacto económico, emocional y cultural es inmenso. Según datos del Instituto de Mayores y Servicios Sociales (Imserso) en España, el 87.9% de los cuidadores no profesionales son mujeres. Esta cifra, más que un número frío, es un reflejo de una dinámica de género que continúa impregnando nuestras sociedades. El cuidado sigue siendo una labor feminizada, una extensión de lo que tradicionalmente se asocia a la responsabilidad de ser mujer, de ser madre o hija.
La evolución demográfica impone desafíos que el Estado no parece estar preparado para asumir. Las familias quedan, entonces, con una carga doble. Cuidar y, además, enfrentar un sistema burocrático y poco flexible que en muchos casos entorpece el proceso de atención. Con la tasa de natalidad en descenso y una esperanza de vida en aumento, el modelo actual empieza a mostrar sus grietas. Cada vez hay más adultos mayores que requieren apoyo constante, mientras que la red de apoyo natural —las familias— se reduce, envejece y se desgasta.
En América Latina el tema del cuidado no profesional aún no alcanza la visibilidad pública que merece, pero los datos nos advierten de una realidad tangible. En países como México, Brasil y Argentina, donde el envejecimiento poblacional va en aumento, los cuidadores no profesionales son el principal soporte de la dependencia. Y, sin embargo, sus historias continúan siendo invisibles, camufladas bajo el manto de la «responsabilidad familiar».
Si algo une a quienes se dedican a esta labor, es la sensación de aislamiento y desgaste que se produce con el tiempo. La falta de reconocimiento oficial y las escasas ayudas institucionales crean una suerte de «violencia administrativa». La burocracia, la falta de acceso a subsidios y las demoras en los trámites se suman al desgaste físico y emocional que ya implica el rol de cuidador.
Los cuidadores no profesionales representan una intersección de múltiples problemas estructurales. La inequidad de género, la desatención institucional y el peso cultural de roles familiares que pocas veces se cuestionan. Este peso, para muchos, se convierte en una cadena invisible que los vincula con un deber, un compromiso asumido con amor, pero que difícilmente se sustenta en condiciones dignas.
Es revelador ver cómo el cuidado sigue siendo percibido culturalmente como una extensión de los valores familiares, como si fuera algo natural e inmutable. Sin embargo, esta narrativa puede ocultar, y de hecho oculta, una verdad incómoda. El sistema de bienestar se apoya en el esfuerzo y la dedicación de personas que, sin formación profesional, sacrifican su vida, su salud y sus proyectos. Ellos son los invisibles del sistema.
Las familias se enfrentan a un escenario sumamente incierto. En países donde el acceso a sistemas de salud y bienestar es limitado y donde el seguro social no siempre responde, la labor del cuidador se convierte en un acto de resistencia cultural. Este acto, aunque heroico, se vuelve también insostenible, especialmente si no se desarrollan políticas públicas que aborden el envejecimiento de la población y el rol del cuidador de manera integral y digna.
La labor de los cuidadores no profesionales reclama, cada vez con más urgencia, un lugar en el debate público. Exige una revaloración cultural y, sobre todo, un replanteamiento de las políticas de dependencia y cuidado. Una transformación que permita reconocer el cuidado como un acto fundamental para la cohesión social, un acto que merece respaldo y respeto, no solo en palabras, sino en recursos y apoyos tangibles.
La realidad de los cuidadores no profesionales en un mundo que envejece rápidamente es una bomba de tiempo para la cual pocos países parecen estar preparados. Mientras algunos países de Europa avanzan en la incorporación de subsidios y descansos para cuidadores, en América Latina este cambio sigue siendo una deuda pendiente. Este envejecimiento sin apoyo significa que, tarde o temprano, el peso del cuidado afectará la sostenibilidad de las familias, llevando a un punto crítico la relación entre lo público y lo privado.
Los cuidadores no profesionales no pueden seguir siendo los grandes invisibles de nuestras sociedades. Es hora de que el cuidado sea reconocido no solo como un valor familiar, sino como un pilar de la vida en comunidad. Al hacerlo, los estados podrán crear un entorno donde estos héroes silenciosos encuentren, finalmente, el apoyo que siempre debieron tener.
Por Mauricio Jaime Goio.
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