Es un espectáculo curioso ver a los más pobres y desposeídos votando por alguien como Donald Trump, un multimillonario que no conoce las penurias que millones de sus compatriotas sufren a diario. A primera vista, parecería una ironía o un error de cálculo, algo que en política no debería suceder. Sin embargo, lo que se revela bajo esa paradoja es un retrato fiel del desencanto moderno y de la profunda crisis de representación que viven muchas democracias.

Trump encarna algo que va más allá de su fortuna. Simboliza, con todos sus defectos, la fantasía de muchos de ser escuchados en un mundo que, en esencia, los ignora. No es tanto su riqueza lo que atrae, sino la transgresión que encarna, su rol de anti élite que desafía al sistema, aun cuando él mismo forma parte de esa casta privilegiada. Es el outsider que al entrar en el juego político se convierte en el portavoz de aquellos que sienten que han sido traicionados por los partidos de siempre, especialmente por los llamados “representantes del pueblo.”

Esta traición es evidente en Estados Unidos y en tantas democracias, donde los sectores menos favorecidos ven cómo las políticas que antaño los beneficiaban han sido reemplazadas por discursos sobre progresos intangibles y lejanos. Así, las élites políticas y económicas hablan de globalización, energías limpias y de un futuro sostenible, pero, para el trabajador de Ohio o el campesino de una Bolivia rural, el día a día no ofrece soluciones a sus necesidades más urgentes. Cuando se les habla de la prosperidad de Wall Street, de los avances tecnológicos en Silicon Valley, o de las ciudades que prosperan, se olvida que esos beneficios no se sienten en los pueblos y barrios obreros. De ahí que, cuando Trump dice que va a “hacer América grande de nuevo,” más que una simple consigna, ofrece una esperanza de recuperación de ese bienestar que hace tiempo se perdió.

Hay un aspecto psicológico que también debemos considerar. La retórica populista, ese discurso sin matices y plagado de promesas, es increíblemente eficaz en tiempos de crisis. Los que más sufren la falta de oportunidades encuentran en las promesas de cambio radical una forma de escape a la inercia de las soluciones moderadas. Aquí, los electores no votan tanto por un programa o una plataforma política como por una experiencia de liberación. Trump, con su discurso directo y provocador, les devuelve a muchos votantes la posibilidad de sentirse protagonistas de una historia que, hasta ahora, ha ignorado su existencia. Su lema Make America Great Again es una simple frase que evoca grandeza, una grandeza que en la práctica nunca existió para muchos, pero que ahora sirve de consuelo y hasta de esperanza.

Los demócratas, y en general los partidos progresistas, han olvidado que el lenguaje de los derechos, de la inclusión y de la diversidad, aunque necesario, no necesariamente convence ni emociona a quienes luchan día a día para sobrevivir. Para el trabajador endeudado, la globalización no representa una oportunidad, sino una amenaza. La diversidad es un lujo que no se pueden permitir, y las políticas ambientalistas son una preocupación más en un mar de carencias. Así, mientras los pobres votan por el rico, los partidos que antes representaban sus intereses se convierten en los abanderados de la élite urbana y universitaria, incapaces de hablar con los que están fuera de esos círculos.

Lo que estos electores encuentran en Trump es la posibilidad de «dar un puñetazo en la mesa,» de hacer temblar a los de arriba, y al hacerlo, ganar una victoria simbólica sobre quienes consideran responsables de su situación. En esta paradoja democrática, el multimillonario es, paradójicamente, el menos político de los políticos, el que por su carácter irreverente y su discurso incendiario se vuelve un héroe, alguien que dice lo que los demás temen siquiera susurrar. Los votantes no le exigen honestidad ni decencia, porque lo que buscan en él es otra cosa: un megáfono de sus frustraciones.

La elección de Trump fue, entonces, un acto simbólico más que racional, y en esto reside la fuerza del populismo contemporáneo. El arte de movilizar sentimientos que están al margen de la lógica, apelando a lo instintivo más que a lo argumentado. Cuando un hombre sin fortuna ni estudios vota por un millonario que nunca ha conocido el precio del pan, no es el dinero lo que admira, sino la capacidad de desafiar las normas, de poner en duda lo que parece inamovible. En un mundo de reglas y discursos prefabricados, el populista se erige como un acto de rebeldía, la encarnación misma de lo impensado.

Así, el populismo, con sus promesas ilusorias y sus lemas desgastados, seguirá ganando terreno, mientras las élites sigan cerrando los ojos y manteniendo oídos sordos ante el reclamo de quienes, paradójicamente, votan por el que está más lejos de parecerse a ellos. Porque, al final, no importa que Trump sea rico, que se vista en trajes de miles de dólares y que habite mansiones de mármol y oro. Lo que importa es que él, al menos en apariencia, se atreve a decir aquello que otros ni siquiera se atreven a pensar.

Por Mauricio Jaime Goio.


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