En nuestro tiempo, «woke» se ha convertido en algo más que una palabra. Nacido como un llamado a la vigilancia frente a las injusticias raciales en los Estados Unidos, el término ha evolucionado hasta convertirse en el estandarte de un movimiento global que busca exponer y desmantelar estructuras de poder opresivas. Sin embargo, como sucede con cualquier revolución cultural, su promesa emancipadora enfrenta la amenaza constante de su propia institucionalización, lo que podría transformarla en una nueva forma de conformismo.
En la historia de la humanidad, los movimientos que buscan reconfigurar los valores de una sociedad han surgido como reacciones contra crisis profundas. La Ilustración, por ejemplo, fue un intento de redefinir el papel de la razón frente al absolutismo. Hoy lo woke se presenta como una lucha similar, aunque su enfoque se centra en la identidad, el género, la raza y otras categorías sociales.
Este cambio, sin embargo, revela un dilema. Mientras que movimientos como el feminismo o la lucha por los derechos civiles buscaban principios universales de igualdad, la cultura woke parece fragmentar sus demandas en un mosaico de identidades particulares. Esto no solo genera tensión entre quienes promueven el cambio, sino que también dificulta el diálogo con quienes se sienten desplazados por esta nueva moral.
Uno de los riesgos inherentes a cualquier movimiento revolucionario es su transformación en una fórmula predecible. La cultura woke, con su insistencia en la denuncia de microagresiones y su uso de la «cancelación» como herramienta de corrección social, corre el riesgo de reducir la lucha por la justicia a gestos performativos. Al igual que en los sistemas totalitarios, hay algo profundamente inquietante en la facilidad con que los individuos pueden ser relegados al ostracismo por un error de juicio o una palabra mal elegida.
Nos podemos preguntar si es justo que un sistema de corrección social se base en la vigilancia constante. Esta dinámica recuerda el totalitarismo porque comparte su tendencia a imponer una uniformidad moral que asfixia la espontaneidad y el pensamiento crítico.
Nadie puede negar que el sistema económico contemporáneo ha absorbido una parte importante de sus valores. Las grandes corporaciones han adoptado sus consignas, pero rara vez sus principios. Este «capitalismo woke» utiliza el lenguaje de la justicia social como herramienta de marketing, transformando un movimiento político en una mercancía. Las revoluciones son más vulnerables cuando alcanzan su objetivo inicial. Una vez que las demandas se institucionalizan, el ímpetu que las impulsaba se desvanece. Si este movimiento no encuentra una forma de redefinir sus objetivos más allá del consumo y la corrección superficial, corre el riesgo de convertirse en una ideología vacía.
En definitiva, ¿podrá mantener su espíritu revolucionario sin caer en el dogmatismo? Para ello, debe volver a sus raíces, recuperando la capacidad de cuestionar tanto a las estructuras de poder tradicionales como a sus propias dinámicas internas. El propósito de cualquier movimiento social debería ser la construcción de un espacio donde la pluralidad pueda florecer, donde las diferencias no sean motivo de exclusión, sino de enriquecimiento mutuo. No le queda más que decidir si quiere ser creadora de nuevos horizontes o inquisidora de los antiguos.
En este cruce de caminos, lo que está en juego no es solo el éxito del movimiento, sino la posibilidad misma de un diálogo democrático que, lejos de reducir la política a consignas, la convierta en un espacio de verdadera deliberación y acción compartida. El verdadero «despertar» no será cultural, sino político.
Por Mauricio Jaime Goio.
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