En un rincón del planeta, entre reuniones de la COP29 y satélites que orbitan para medir el carbono, una pregunta permanece flotando en la atmósfera: ¿quién debe pagar por el cambio climático? A simple vista, parece fácil. Los números saltan de los informes. Estados Unidos, el mayor culpable histórico con un 24% de las emisiones acumuladas. China, el rey contemporáneo del CO2, con más del doble de emisiones anuales que cualquier otro país. Y, claro, la Unión Europea, siempre impecable en sus gráficos, pero con décadas de chimeneas que alimentaron su revolución industrial.

Pero la cuestión no es tan sencilla. Ningún dedo apuntador es limpio, ninguna mano está exenta de haber encendido alguna vez el carbón. Si el problema del clima tuviera una solución tan clara como los números de un informe, hace tiempo que habríamos apagado esta caldera planetaria. Sin embargo, detrás de los datos están las historias. Y en esas historias habitan no solo culpables, sino también excusas, promesas y un futuro que sigue esperando en la fila.

El precio de la historia

En las conversaciones globales sobre el clima, el concepto de «responsabilidad histórica» ha ganado peso, y con razón. Estados Unidos no solo es responsable de sus chimeneas actuales, sino de un legado de humo que se remonta al siglo XIX. Cada tren que avanzó, cada industria que brilló bajo el sol de la modernidad, cargaba en su espalda el peso de un planeta que, tarde o temprano, pasaría factura. Sin embargo, el país que construyó su hegemonía a base de carbón y petróleo sigue siendo reacio a asumir su lugar en la cola para pagar la cuenta.

China, por su parte, mira el reloj. Su tiempo como villano climático empezó apenas hace unas décadas. Antes de eso, sus emisiones eran poco más que una mota de polvo en comparación con el historial de Occidente. Hoy, sin embargo, es el protagonista indiscutido de la película del CO2, con una red eléctrica que depende en gran medida del carbón, el combustible más sucio del mundo. Sus defensores aseguran que todavía está construyendo su historia, que no ha llegado a su clímax, que el tiempo le dará derecho a redimirse.

¿Quién debe cargar con el peso?

El debate sobre quién paga y cuánto es tan desigual como el clima mismo. Mientras Estados Unidos echa mano de su tecnología para reducir sus emisiones, sigue siendo uno de los países con las mayores emisiones per cápita. Un ciudadano promedio estadounidense consume carbono como si el mundo fuera un bufet infinito. En contraste, un habitante promedio de India apenas consume una fracción, aunque su país ocupa el tercer lugar en emisiones totales.

La paradoja es brutal. Los países en desarrollo, aquellos que apenas están probando las mieles del progreso industrial, enfrentan las mayores expectativas para reducir sus emisiones, aunque históricamente no sean los mayores culpables. Les piden que apaguen las luces cuando apenas las han encendido. Mientras tanto, las naciones más ricas tienen la ventaja de haber construido sus imperios a costa de la atmósfera compartida, pero no muestran el mismo entusiasmo cuando se trata de financiar las soluciones.

Un juego de esperanza 

Una parte de la humanidad cierra sus plantas de carbón, lavando sus pecados ancestrales. Hay esperanza en las renovables, en los paneles solares que se despliegan como una metáfora de redención. Sin embargo, por cada país que apaga su caldera, hay otro que la enciende. India y China siguen construyendo plantas de carbón para satisfacer una demanda eléctrica que no para de crecer.

La COP29, con toda su pompa y discursos, ofrece pinceladas de optimismo. Alianzas para financiar transiciones energéticas, compromisos para reducir emisiones, promesas de asistencia tecnológica. Pero el optimismo es frágil. En el centro de todo, sigue la pregunta: ¿qué significa justicia climática cuando todos, de alguna manera, estamos en el mismo barco, pero no todos remamos con la misma fuerza?

El reloj sigue avanzando

Pierre Friedlingstein, uno de los científicos detrás del informe Global Carbon Budget 2024, lo dijo con una claridad que debería helarnos la sangre. A este ritmo, nos quedan seis años antes de que superemos el límite de 1,5 °C de calentamiento global. Seis años para evitar los peores impactos del cambio climático, seis años para corregir el rumbo. Pero, como siempre, las promesas son más rápidas que las acciones.

Al final, el cambio climático es un problema de todos, pero no todos lo sienten igual. Mientras algunos países luchan por no hundirse bajo el peso de huracanes, sequías y océanos que se tragan sus costas, otros discuten sobre el precio del carbono como si fuera un juego de Monopoly. Quizás la atmósfera, tan democrática en su manera de repartir el caos, sea la única que al final tenga la última palabra.

Por Mauricio Jaime Goio.


Descubre más desde Ideas Textuales®

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.