Es tan corto el amor y tan largo el olvido, escribió Pablo Neruda. Palabras que reflejan las dos caras de un sentimiento que ha movido a la humanidad desde el principio de los tiempos. El amor ha inspirado al arte dando pie a las más excelsas producciones. Porque refleja el torbellino de emociones que es capaz de mover al ser humano entre los límites de la vida y la muerte. Una deriva universal entre la lucidez y la locura, con la capacidad de movernos y estancarnos. Un fenómeno cautivante y misterioso.

El amor y el desamor son dos caras de la misma moneda. Un viaje emocional que nos lleva desde la euforia de las primeras miradas hasta el abismo de la pérdida. Aunque lo hemos cantado, filmado y escrito durante siglos, lo que poco entendemos es que este vaivén tiene una explicación biológica acorde con los suspiros de amor o las lágrimas del desamor. Nuestro cerebro, ese misterioso epicentro de emociones, es el verdadero arquitecto de nuestras dichas y sufrimientos amorosos.

Enamorarse, dicen los científicos, es un cóctel químico más potente que cualquier sustancia. La dopamina, neurotransmisor ligado al placer y la recompensa, se dispara al encontrar a alguien que despierta nuestro interés romántico. Esa primera chispa de conexión activa circuitos cerebrales similares a los que responden al consumo de drogas como la cocaína, creando una adicción emocional que asociamos con frases como “las mariposas en el estómago” o “el amor a primera vista”. En palabras de Jacqueline Olds, académica de la Universidad de Harvard, el amor activa nuestro cerebro como “una fiesta bioquímica”.

Culturalmente, esta fase ha sido el alma de innumerables historias. Desde las intensas miradas de El Gran Gatsby, hasta los versos desgarradores de las rancheras mexicanas, el enamoramiento se vive y se representa como un estado sublime, casi sobrenatural. Pero, al igual que toda euforia, este estado tiene su final. Ahí comienza el doloroso descenso.

Cuando el amor termina, el cerebro reacciona como si hubiese perdido una sustancia vital. Los niveles de dopamina caen abruptamente, y el cortisol, la hormona del estrés, entra en escena. Este colapso químico provoca un duelo tan físico como emocional. Es por esto que el desamor puede vivirse como un síndrome de abstinencia. Noches en vela, falta de apetito, pensamientos obsesivos y una tristeza que cala hasta los huesos.

El “corazón roto” no es solo una metáfora literaria. El síndrome de Takotsubo, una afección que altera físicamente la forma del corazón, muestra cómo las emociones extremas pueden dejar cicatrices reales en el cuerpo. En un estudio realizado en Suiza, los investigadores observaron que el cerebro de los pacientes afectados tenía menor comunicación entre las áreas responsables de regular las emociones y el cuerpo, confirmando la conexión entre mente y corazón.

En el arte, este dolor ha sido tema de inspiración infinita. De los versos oscuros de Leonard Cohen a las baladas desgarradoras de Taylor Swift, el desamor se convierte en arte, en una forma de hacer tangible el sufrimiento universal de perder a alguien.

El amor y el desamor no son simples emociones. Son procesos profundamente biológicos y evolutivos. Para Helen Fisher, antropóloga biológica, el amor romántico es una combinación de deseo, atracción y apego, cada uno regido por diferentes áreas del cerebro. Este triángulo químico no solo busca la reproducción, sino que, en el caso del ser humano, también funciona como un pegamento social. “Nos enamoramos para sobrevivir”, explica Fisher. Pero, ¿cómo sobrevivimos al desamor?

La recuperación del corazón roto no es solo cuestión de tiempo. Actividades como el ejercicio, la meditación o incluso el contacto con la naturaleza ayudan a restablecer el equilibrio químico en el cerebro. Pero más allá de la ciencia, lo que parece curar el dolor es nuestra capacidad para encontrar significado en la experiencia. Desde las tragedias griegas hasta las comedias románticas modernas, el arte nos ha mostrado que, aunque el amor duele, también nos transforma.

Superar una ruptura puede sentirse como una odisea personal. Florence Williams, periodista científica y autora de Heartbreak: A Personal and Scientific Journey, relata cómo su divorcio la llevó a experimentar cambios no solo emocionales, sino físicos: pérdida de peso, alteraciones en su sistema inmunológico e incluso el diagnóstico de una enfermedad autoinmune. Aun así, su investigación la llevó a descubrir que, así como estamos programados para sufrir, también lo estamos para sanar. La clave, dice Williams, radica en reconectar con las personas, la naturaleza y la belleza, y en encontrar un propósito en el dolor.

El amor y el desamor, en su complejidad, son un recordatorio de nuestra humanidad. Somos criaturas emocionales, pero también biológicas. La próxima vez que una canción de desamor te haga llorar, recuerda que, en algún lugar de tu cerebro, la química está trabajando para sanarte. Al final del día, a la luz del arte, es posible que incluso el olvido tenga su belleza.

Por Mauricio Jaime Goio.


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