Los seres humanos no dejamos de sorprendernos. Cuando ya parece que hemos aprendido las lecciones de la historia, surgen algunos iluminados que se esfuerzan por superar a sus antecesores. La salvaje brutalidad ejercida contra un prójimo, esforzándose por negarle toda humanidad, reafirma una bestialidad que nos esforzamos por ocultar con ropajes de civilización. Es cosa de estudiar algunos ejemplos, como la Alemania nazi, la Unión Soviética de Stalin, el Khmer Rouge de Camboya, el Chile pinochetista y un montón de etcéteras. Un viaje real, nada de metafórico o existencial, al infierno de la Divina Comedia. Sin guía ni en calidad de observador. Participantes que viven un terrible periplo por un sinfín de horrores concebidos para destruir su condición de seres humanos.
En el corazón de Damasco las prisiones del régimen de Bashar al-Assad emergen, precisamente, como un espejo oscuro que refleja lo peor de la humanidad. Sednaya, esa prisión tristemente célebre, no es solo un espacio de castigo. Es una alegoría, un infierno contemporáneo donde la crueldad se administra con burocracia y precisión. En sus pasillos se revive el relato de Dante Alighieri, pero aquí no hay posibilidad de redención. Las almas, atrapadas en su propio descenso, se disuelven entre muros húmedos y grafitis llenos de nostalgia.
Al cruzar el umbral de una prisión como Sednaya, no se atraviesa solo un espacio físico, sino una dimensión moral donde las leyes que rigen lo humano han sido suspendidas. Como en la «Divina Comedia», el descenso comienza con la pérdida de identidad. Los detenidos ya no tienen nombre, solo un número. Este simple acto, aparentemente administrativo, equivale a cruzar el Aqueronte, el río que separa a los vivos de los muertos. Es el primer paso para despojar al individuo de toda conexión con el mundo exterior, para convertirlo en una sombra que deambula en círculos infinitos de sufrimiento.
Los testimonios de los sobrevivientes, rescatados por organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, describen celdas oscuras, cuerpos consumidos por el hambre y mentes quebradas por la violencia. En este escenario, los tormentos físicos son solo la antesala de una desintegración más profunda: la del espíritu. El alma no solo sufre. Es triturada lentamente, como si formara parte de un experimento macabro para extinguir cualquier rastro de humanidad.
En los círculos del infierno de Dante, cada castigo corresponde al pecado que lo originó. Pero en Sednaya, el «pecado» es una categoría absurda, arbitraria. Ser joven, protestar, pertenecer a una minoría, o simplemente existir bajo sospecha bastaba para ser condenado. Así, los detenidos eran sometidos a golpes, torturas eléctricas y a la infamia de las violaciones. Las condiciones en las celdas —calor extremo, enfermedades incontrolables, hambre constante— no eran fallas del sistema. Eran el sistema. Cada detalle estaba diseñado para erosionar, hasta que el cuerpo dejara de ser útil incluso para el sufrimiento.
Los reportes del «Informe César», ese testimonio gráfico y brutal del aparato represivo de Assad, muestran cuerpos demacrados, numerados, amontonados como si fueran objetos inservibles. En estas imágenes hay una resonancia trágica, un eco de los condenados dantescos cuyas penas son eternas y despojadas de sentido. Sin embargo, lo que en Dante es literatura simbólica, aquí es la descarnada realidad de un régimen que perfeccionó la maquinaria del horror.
En Dante, el círculo más profundo del infierno está reservado para los traidores, aquellos que traicionaron la confianza más sagrada. En el contexto sirio, ese círculo es la ausencia absoluta de salida. Para miles de detenidos, las celdas fueron su tumba, y sus familias no recibieron más que silencio y evasivas burocráticas. Los testimonios recogen escenas desoladoras. Padres y madres que recorren hospitales, pilas de documentos, y complejos abandonados, buscando cualquier rastro de sus hijos desaparecidos. Estas búsquedas, llenas de angustia, son un reflejo de una condena que trasciende las paredes de las prisiones y que atrapa a comunidades enteras en un limbo de incertidumbre.
Sednaya no solo destruyó cuerpos y almas. Fracturó las relaciones humanas más básicas. Este legado de muerte y desaparición deja un vacío que persigue a los sobrevivientes, a los familiares y, en última instancia, a una nación que intenta reconstruirse sobre las cenizas de un infierno. Aquí, el círculo más bajo no es un espacio físico, sino la imposibilidad de encontrar una respuesta, una forma de cerrar las heridas.
Si en Dante el infierno culmina en un ascenso hacia la esperanza, en el caso sirio, ese ascenso aún está por construirse. Las imágenes y documentos recuperados por activistas, los testimonios de los sobrevivientes, y los esfuerzos legales internacionales representan intentos desesperados de evitar que este horror quede sumido en el olvido. Como la obra dantesca, estas evidencias deben ser leídas y recordadas, no solo por sus detalles macabros, sino por lo que revelan sobre la condición humana: nuestra capacidad para infligir el mal y, también, para resistirlo.
Es esencial que estas historias no queden atrapadas en el archivo de los horrores del mundo. Son una advertencia de lo que ocurre cuando el poder se convierte en un fin en sí mismo, cuando la vida humana se reduce a una cifra o a un expediente. Siria después de Assad no podrá ser reconstruida solo con edificios y carreteras. Necesitará una memoria colectiva que integre estos episodios, que los repita como un mantra para evitar que vuelvan a ocurrir.
En el silencio de las celdas vacías y los grafitis que adornan sus paredes —ojos que lloran, nombres olvidados, corazones atravesados por flechas— se encuentra un llamado a no mirar hacia otro lado. Las cárceles de Assad no son solo un capítulo más en la historia de la brutalidad política. Son una lección amarga sobre lo que significa perder la humanidad. Y como Dante nos recordó hace siglos, ésa es la condena más terrible de todas.
Por Mauricio Jaime Goio.
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