En el corazón de las metáforas que describen la modernidad urbana yace una paradoja: mientras nuestras ciudades crecen y nuestras herramientas tecnológicas se multiplican, nuestras mentes parecen encogerse, encapsuladas en rutinas mecánicas que sofocan el pensamiento crítico y la creatividad. Este fenómeno, que podría llamarse «automatización mental», no es fortuito. Es el resultado de un sistema diseñado para moldear individuos funcionales, pero no creativos, adaptables, pero no disruptivos.
La educación moderna, un reflejo de las estructuras jerárquicas que gobiernan nuestras sociedades, privilegia el pensamiento convergente: una forma de resolver problemas que se basa en respuestas únicas y predecibles. En términos prácticos, este enfoque puede ser eficiente, pero también es limitante. Las pruebas estandarizadas, el currículo inflexible y las normas laborales reprimen cualquier exploración intelectual que desafíe lo establecido. Esta rigidez no solo constriñe al individuo, sino que también impide a las sociedades adaptarse a los cambios que ellas mismas generan.
Investigaciones recientes, especialmente al amparo de la neurociencia, han demostrado que la creatividad no es un rasgo exclusivo de unos pocos privilegiados, sino una capacidad intrínseca que puede ser cultivada y fortalecida. Sin embargo, los entornos escolares y laborales a menudo fracasan en fomentar este potencial, centrándose en la uniformidad y la conformidad. La pregunta que surge entonces es ¿cómo podemos recuperar y entrenar la creatividad perdida?
En un mundo dominado por la inteligencia artificial y los algoritmos predictivos, la creatividad representa nuestra mayor ventaja competitiva. Más allá de su valor económico, la creatividad es un acto de resistencia contra la homogenización cultural y la deshumanización del trabajo. La investigación de neurocientíficos como Facundo Manes y Angus Fletcher subraya la importancia de integrar enfoques como el pensamiento divergente y el narrativo en los sistemas de aprendizaje y desarrollo profesional. Estas metodologías permiten a los individuos no solo generar ideas novedosas, sino también estructurarlas en acciones concretas.
El pensamiento narrativo y divergente representan enfoques complementarios para estimular la creatividad y resolver problemas. Mientras que el pensamiento narrativo se centra en construir secuencias de causa y efecto, permitiendo a los individuos imaginar acciones y consecuencias en contextos diversos, el pensamiento divergente busca explorar múltiples posibilidades y generar ideas originales al desafiar patrones establecidos. Juntos, estos enfoques fomentan una flexibilidad mental que permite ir más allá de las soluciones convencionales, estructurando ideas innovadoras en narrativas coherentes que impulsan tanto la adaptabilidad individual como el progreso colectivo.
Técnicas como el «cambio de perspectiva» o la «construcción de mundos» ejemplifican cómo la narrativa puede liberar la mente de los patrones predecibles. Al imaginar realidades alternativas y explorar posibilidades radicales, se abre el camino hacia soluciones que desafían las normas establecidas. Este enfoque no es solo un ejercicio intelectual. Pasa a ser un imperativo político y social.
Se argumenta que las escuelas tienen el potencial de convertirse en laboratorios de creatividad, siempre que se les dote de los recursos y la libertad para experimentar. Lo que requiere un cambio fundamental en cómo concebimos la educación. Debemos desplazar el énfasis de la repetición a la exploración, del resultado medible al proceso transformador. Las iniciativas de formación docente basadas en la neurociencia, como las lideradas por la Fundación Arrebol en Chile, son ejemplos prometedores de cómo este cambio puede materializarse.
No obstante, este camino no está exento de obstáculos. Las estructuras de poder que sostienen la educación tradicional también perpetúan las desigualdades que inhiben el acceso al conocimiento. Para que la creatividad sea verdaderamente inclusiva, es esencial desmantelar estas jerarquías y redistribuir los recursos de manera equitativa.
En su esencia, la creatividad no es solo una herramienta para resolver problemas; es una manera de imaginar futuros colectivos. Es un acto de emancipación que permite a las comunidades superar las narrativas dominantes y construir alternativas. En un tiempo donde la crisis climática, las desigualdades globales y la concentración del poder desafían nuestra capacidad de actuar, la creatividad se erige como un faro de esperanza.
Al fomentar una cultura que valore el pensamiento alternativo, no solo estamos preparando a los individuos para afrontar los desafíos del siglo XXI, sino que también estamos sembrando las semillas de una sociedad más justa, equitativa y sostenible. Este es el reto y la oportunidad de nuestra era. Imaginar lo imposible y convertirlo en realidad.
Por Mauricio Jaime Goio.
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