El tamaño y la eficiencia del Estado es un tema de común preocupación a nivel internacional. Lo más importante es que nos afecta a todos en nuestro diario vivir. Todo un tema que cruza todos los espectros del gran arcoíris social. No hay quién esté a salvo de sus efectos. Es la nunca bien apreciada burocracia, que suele hacernos la vida a cuadros cuando nos toca recurrir a ella. 

En el vasto engranaje del Estado, la administración pública se encuentra atrapada entre dos paradigmas: la cultura institucional y la cultura de servicio. Mientras la primera se define por la rigidez, los procedimientos establecidos y la inercia burocrática, la segunda debería orientarse hacia las necesidades reales de la ciudadanía, con énfasis en la eficiencia, la transparencia y el impacto tangible en la vida de las personas. 

En Chile se ha convertido en un tema de discusión pública, a partir de las declaraciones del ministro de Hacienda que ha puesto en cuestión el compromiso de los funcionarios públicos con sus objetivos. El desbalance entre logros institucionales y servicio público ha convertido a la alta empleabilidad estatal en un problema estructural que, lejos de resolver carencias sociales, las perpetúa.

El Estatuto Administrativo, vigente en el país desde 1989, es un reflejo de la cultura institucional: estático, protector del statu quo y resistente al cambio. Diseñado originalmente para asegurar la estabilidad laboral y la continuidad de las políticas públicas, hoy es una trampa que dificulta la modernización del aparato estatal. ¿Cómo atender las demandas de un país dinámico con reglas que parecen petrificadas en el tiempo?

La proliferación de contratos temporales (a contrata y honorarios) refleja una solución parche que aumenta la vulnerabilidad laboral y alimenta la discrecionalidad política. Según datos recientes, más de la mitad del personal del Gobierno Central está bajo estas condiciones. Sin embargo, el verdadero problema radica en cómo la cultura institucional prioriza el poder y la influencia por sobre el mérito y la eficiencia.

La evaluación de desempeño debería ser una herramienta clave para fomentar una cultura de servicio. Pero en el Estado chileno, este mecanismo ha sido cooptado por la subjetividad y la falta de rigor. El Programa de Mejoramiento de la Gestión (PMG), por ejemplo, premia a casi todas las instituciones con bonificaciones máximas, a pesar de que la percepción ciudadana sobre los servicios públicos es mayoritariamente negativa.

La disociación entre el “cumplimiento” interno y el impacto real en la ciudadanía pone de manifiesto cómo la cultura institucional ha dominado el discurso público. Una cultura de servicio efectiva debe basarse en resultados tangibles: menores tiempos de espera, mayor accesibilidad y calidad en la atención, pero también en la promoción de valores como la empatía y el compromiso.

El crecimiento desmedido del aparato estatal, que hoy representa el 7,1% del PIB, no se ha traducido en una mejora proporcional en la calidad de los servicios. Sectores como educación y salud enfrentan una combinación letal de ausentismo laboral elevado y recursos insuficientes. Resulta evidente que, en lo general, no hay un compromiso con lo que debería ser la meta principal de todo funcionario público: resolver problemas. Conectarse con las necesidades de los usuarios.

La desconfianza de la ciudadanía hacia el Estado es el resultado natural de esta desconexión. Ocho de cada diez chilenos califican su relación con las instituciones como de “mal trato”. Este malestar se intensifica cuando la cultura institucional prioriza su supervivencia por sobre el servicio a la población.

Resolver esta tensión requiere más que reformas administrativas. Implica un cambio profundo en los valores que rigen la administración pública. Algunas propuestas clave incluyen:

  • Un estatuto único y meritocrático: Es esencial unificar los regímenes laborales y priorizar el mérito por sobre las relaciones políticas. La expansión del Sistema de Alta Dirección Pública (SADP) a todos los niveles jerárquicos sería un paso decisivo.
  • Indicadores de impacto ciudadano: Rediseñar las evaluaciones de desempeño para enfocarlas en resultados medibles y beneficios directos para la ciudadanía.
  • Digitalización y transparencia: Modernizar los procesos administrativos no solo aumenta la eficiencia, sino también fortalece la confianza pública en las instituciones.

El conflicto entre la cultura institucional y la cultura de servicio no es exclusivo de Chile, pero su solución es vital para el futuro del país. Un Estado eficiente y orientado a la ciudadanía no solo mejora la calidad de vida, sino que también fortalece la democracia y la cohesión social. Este equilibrio no se logrará sin valentía política y una visión que trascienda los intereses partidistas.

En última instancia, la administración pública debe recordar su razón de ser: servir al bien común. Solo así podrá dejar atrás la pesada carga de la cultura institucional para abrazar una verdadera cultura de servicio, alineada con las expectativas y necesidades de un Estado que funcione para sus ciudadanos.

Por Mauricio Jaime Goio.


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