“Eppur si muove”, asigna la tradición que fue la expresión de Galileo Galilei una vez que fue obligado a desdecirse ante la Inquisición de su postulado de que la Tierra giraba en torno al sol. Los medios están plagados de bravatas de líderes políticos y de opinión despotricando contra la presencia de migrantes en sus países. Planean deportaciones masivas, construcción de muros, redadas multitudinarias. Al final, epos se muove. El movimiento poblacional es un fenómeno natural, parte de una dinámica transversal a todas las especies. El mundo se ha poblado hasta el último rincón merced de los millones de individuos que lo han recorrido desde los albores de nuestra historia. El agua que se estanca se pudre. La vida es vida en la medida que se mantiene fluyendo.

Sin embargo, a pesar de lo natural que resulta el movimiento, la migración ha emergido como uno de los problemas más complejos y persistentes a nivel mundial, afectando a todos los países y desafiando las políticas y valores de las naciones involucradas. Este fenómeno, marcado por el desplazamiento de millones de personas en busca de mejores condiciones de vida, seguridad y oportunidades, ha generado intensos debates sobre su manejo. A medida que las crisis humanitarias y las disparidades económicas aumentan, la migración se ha convertido en un tema de gran polarización política, exacerbado especialmente a raíz de la campaña presidencial de Donald Trump. Las promesas de construir muros y endurecer las políticas migratorias han profundizado las divisiones y alimentado un clima de xenofobia y temor, subrayando la necesidad urgente de abordar esta problemática desde una perspectiva global y humana.

En su esencia es un fenómeno que confronta a las sociedades con la noción del «otro», esa figura que, por su diferencia, es vista tanto con fascinación como con recelo. Cada oleada migratoria arrastra consigo no solo cuerpos, sino también historias, lenguas y costumbres que irrumpen en los espacios donde lo familiar se considera inmutable. El migrante, cargando con la nostalgia de su tierra y el anhelo de un porvenir mejor, se convierte en un espejo incómodo para quienes temen que la apertura implique desdibujar sus propias tradiciones. Así, el «otro» no es solo un extraño, sino una amenaza simbólica a la continuidad de una identidad colectiva que, paradójicamente, siempre ha sido un tapiz de múltiples hilos, tejidos a lo largo de generaciones por encuentros y desencuentros culturales.

El temor a perder la identidad frente al influjo migratorio es, en gran medida, un reflejo de la inseguridad de las sociedades contemporáneas, ya fragmentadas por la globalización y los cambios vertiginosos. Esta inquietud suele olvidar que toda identidad es dinámica y que su fortaleza radica precisamente en su capacidad de absorber, adaptar y reimaginarse frente a lo nuevo. La inmigración, lejos de ser una amenaza, ofrece una oportunidad para que las culturas revisiten sus propios mitos fundacionales y comprendan que su riqueza no depende de la exclusión, sino de su habilidad para dialogar con lo diverso. El verdadero riesgo no está en la llegada del otro, sino en la cerrazón que impide reconocer que, en cada migrante, late también una parte de nuestra propia humanidad.

La migración en Latinoamérica durante el siglo XXI se ha consolidado como un fenómeno que ha transformado no solo las estructuras sociales y económicas de la región, sino también sus dinámicas políticas y culturales. Los flujos migratorios actuales reconfiguran las ciudades, desafían las identidades nacionales y modifican los escenarios políticos en un continente históricamente marcado por el desplazamiento.

Los datos son elocuentes. Más de 5 millones de migrantes venezolanos en América del Sur, un aumento del 66% en la migración intrarregional entre 2010 y 2019, y la emergencia de nuevas comunidades haitianas, cubanas y centroamericanas en países como Chile, Argentina y Brasil. Estas cifras evidencian un fenómeno que va más allá de lo demográfico. La migración redefine quiénes somos como región.

Políticamente, la migración ha tensado los sistemas democráticos. Partidos populistas han capitalizado los temores sobre la migración para ganar votos, mientras que otros han intentado promover discursos inclusivos con fines electorales. Las políticas migratorias, muchas veces contradictorias, reflejan la incapacidad de los Estados para responder a la movilidad humana en un contexto de desigualdad persistente.

Culturalmente han enriquecido el panorama latinoamericano, pero también han generado conflictos. Las grandes ciudades han sido escenarios de resistencia y adaptación, donde las culturas migrantes han aportado a la gastronomía, la música y el arte, pero también han enfrentado estigmatización y exclusión.

La migración en el siglo XXI no solo altera las estadísticas, sino que trastoca los cimientos de las sociedades latinoamericanas. Se ha consolidado como un fenómeno que transforma no solo las estructuras sociales y económicas de la región, sino también sus dinámicas políticas y culturales. Reconfiguran las ciudades, desafían las identidades nacionales y modifican los escenarios políticos en un continente históricamente marcado por el desplazamiento. En otras palabras, trastoca sus cimientos. Y, a pesar de los deseos y las acciones de algunos, es un fenómeno que, lejos de detenerse, seguirá fluyendo.

Por Mauricio Jaime Goio.


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