El tiempo no es una entidad objetiva, un río que fluye con independencia de nuestra conciencia. Es, más bien, una construcción maleable, modelada por la biología, la memoria y la cultura. A nivel neuronal, la percepción del tiempo varía con la edad y está condicionada por procesos como la producción de dopamina y la plasticidad sináptica. Pero también es un fenómeno cultural: cada sociedad edifica su propia relación con el tiempo, desde la vorágine del capitalismo tardío hasta las concepciones cíclicas de las comunidades tradicionales. Y en este proceso de construcción, el entorno juega un papel crucial: la rutina diluye los días en una neblina homogénea, mientras que la novedad esculpe el tiempo con relieves nítidos y memorables.

Desde siempre, el ser humano ha sentido una obsesión por el tiempo y su naturaleza esquiva. La literatura, la filosofía y el arte han buscado capturarlo, detenerlo, domarlo. Pero nunca antes como ahora la percepción del tiempo había estado tan profundamente intervenida. Vivimos en la era de la distracción perpetua, donde la hiperconectividad ha convertido al tiempo en una mercancía, un bien de consumo diseñado para la inmediatez. Nos enseñan que lo importante es la velocidad, la productividad, la reacción instantánea, en detrimento de la pausa, la reflexión y la profundidad. ¿Cómo se altera nuestra percepción del tiempo cuando la cultura nos empuja a la aceleración constante? ¿Qué ocurre cuando la memoria es sacrificada en nombre de la novedad?

La neurociencia ha demostrado que, conforme envejecemos, el tiempo parece encogerse. Para un niño, cada día es una promesa de descubrimiento; para un adulto, una repetición de lo ya vivido. Sin embargo, este fenómeno natural se ha visto exacerbado por una sociedad que nos exige un ritmo frenético, donde cada segundo debe ser optimizado. Vivimos atrapados en un sistema donde la atención es un recurso explotado por algoritmos que deciden qué es relevante y qué no, y donde la información fluye de tal manera que apenas deja huella en nuestra memoria colectiva. La sobrecarga de estímulos ha erosionado nuestra capacidad de introspección y pensamiento crítico. En este contexto, el tiempo no solo se acelera, sino que se vacía de significado.

Si la memoria es el ancla que da sentido a nuestra relación con el tiempo, su progresiva erosión tiene consecuencias culturales profundas. En sociedades tradicionales, el conocimiento se transmitía con paciencia, a través del relato oral y el ritual. Hoy, la información se dispersa en una avalancha de fragmentos inconexos que, lejos de enriquecer, saturan y desorientan. La industria del entretenimiento ha comprendido bien esta lógica: nos vende nostalgia empaquetada en productos desechables, reciclajes de lo ya conocido que no requieren un vínculo profundo con el pasado, sino apenas una referencia superficial que pueda ser monetizada.

Sin embargo, la aceleración del tiempo no es un destino inevitable. Existen formas de resistencia: la lectura pausada, la contemplación, el pensamiento crítico, la desconexión de la vorágine digital. Recuperar la memoria como un espacio de aprendizaje y continuidad es un acto de insurrección contra el frenesí impuesto por la economía de la distracción. Las sociedades que han sabido preservar su memoria histórica sin quedar atrapadas en la inmovilidad nos enseñan que el tiempo no tiene por qué ser una fuerza que nos devora. Puede ser, en cambio, el terreno fértil donde cultivamos significados que trascienden la lógica del consumo.

En una época que nos empuja a la velocidad, desacelerar es un gesto radical. Y en una era de amnesia inducida, recordar es un imperativo cultural.

Por Mauricio Jaime Goio.


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