No es solo calor. Es un cansancio que atraviesa el pecho, un zumbido constante de ansiedad que aprieta el estómago, un vértigo que ya no viene de mirar al abismo, sino de vivir en él. El cambio climático en América Latina ha dejado de ser una amenaza abstracta para convertirse en una experiencia íntima, tangible y, sobre todo, emocional. Arde el termómetro y también la mente.

Durante los últimos veranos, la región ha roto todos sus récords. En temperatura, en sequía, en catástrofes, pero también en síntomas de un malestar más profundo. Personas con insomnio, crisis de pánico, sensación de desarraigo, duelo por la pérdida del paisaje. La salud mental, históricamente marginada en las políticas públicas, se vuelve el nuevo terreno de la crisis ambiental. Y no se trata solo de diagnósticos médicos. Lo que está en juego es el modo en que las personas, especialmente las más vulnerables, se vinculan con su entorno y con su porvenir.

Los testimonios recogidos en diversas investigaciones y reportajes recientes permiten dibujar un mapa emocional del colapso. En Ecatepec, Yanine Quiroz, periodista de 33 años, cuenta cómo la amenaza del día cero (ese escenario apocalíptico donde se acaba el agua) la dejó paralizada. La angustia, cuenta, no era solo por la sed, sino por la impotencia. Por sentir que el mundo se estaba secando ante sus ojos y que nadie hacía nada.

Y es que a veces el dolor no proviene de lo perdido, sino de lo que se teme perder. Por eso, los jóvenes, los niños y los pueblos indígenas son los más afectados. Porque para ellos el futuro aún era una promesa. En cambio, hoy se les presenta como un campo minado de incertidumbre y amenazas.

Regeane Oliveira, joven indígena terena, siente que ya no escuchamos la naturaleza. Afirmación que deviene en una condensa una fractura simbólica. Porque para muchas comunidades originarias, la relación con la tierra no es meramente productiva, sino espiritual. El cambio del paisaje —el río seco, el sol que calcina, la cosecha fallida— no es solo una alteración ecológica, sino un quiebre en la memoria, en la identidad y en el sentido.

Este malestar tiene nombre: solastalgia. Es el dolor de habitar un lugar que se transforma en hostil. Es vivir en la misma casa de siempre, pero sentir que ya no es hogar. Es experimentar nostalgia por el presente.

La ecoansiedad, en cambio, nace del exceso de futuro. De anticipar la catástrofe, de imaginar el derrumbe sin saber cómo evitarlo. La sienten los científicos, los activistas, los niños que entienden el problema, pero no tienen las herramientas para solucionarlo. La sufren quienes están demasiado expuestos a las noticias catastróficas y poco acompañados en la construcción de alternativas.

Ambas experiencias —la solastalgia y la ecoansiedad— no deben ser medicalizadas apresuradamente. Son respuestas legítimas, humanas, ante una realidad que amenaza lo más básico: la vida con sentido. Lo que se requiere no es solo contención clínica, sino un nuevo pacto social y ecológico.

Porque el sufrimiento mental por el clima también es un síntoma de injusticia estructural. No todos padecen igual. En las grandes ciudades latinoamericanas, los barrios más pobres son los que primero se quedan sin agua, los que más se sofocan sin árboles, los que más sufren los cortes eléctricos. En las zonas rurales, los pueblos indígenas son los primeros en ver cómo sus tierras se vuelven improductivas, cómo los incendios arrasan sus montes, cómo sus saberes quedan sin ecosistema donde sostenerse.

Y en todos los casos, la respuesta estatal llega tarde, o no llega. Falta inversión en infraestructura, en redes de salud, en educación ambiental, pero sobre todo falta imaginación política. Porque hablar de salud mental en tiempos de cambio climático no es solo hablar de terapias, sino de justicia, de territorio, de comunidad.

Frente a este panorama, algunos expertos y movimientos proponen un enfoque activo. La psiquiatra argentina Nora Leal Marchena sostiene que actuar, aunque sea a pequeña escala, es una forma de sanar. Participar en campañas de reforestación, transformar el espacio cotidiano, educar en resiliencia: todo suma. La acción colectiva, dice la socióloga Alice Poma, es casi terapéutica. Porque genera vínculos, esperanza, sentido.

Eso es lo que muchos niños y jóvenes están buscando. No solo respuestas técnicas, sino espacios donde sus emociones no sean descartadas como exageraciones. Lugares donde se pueda llorar el árbol perdido, temer por el planeta y, al mismo tiempo, plantar nuevas semillas. No todo está perdido, mientras exista la posibilidad de imaginar una tierra que no nos enferme, sino que nos abrace.

Y para que eso ocurra, necesitamos dejar de ver el clima como una variable exterior y comenzar a sentirlo como lo que es: una dimensión fundamental de nuestra existencia. Porque, en el fondo, cuidar la tierra es también cuidar la mente. Y cuidar la mente es un acto profundamente político.

Por Mauricio Jaime Goio.


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