Mientras el mundo recuerda el fin de la Segunda Guerra Mundial, Vladimir Putin convierte el pasado soviético en un instrumento geopolítico. El desfile del 9 de mayo de 2025 no fue una celebración de la paz, sino un acto de reafirmación simbólica de poder y una advertencia al orden global. Establece un vínculo entre memoria, guerra y relato desde una mirada geopolítica y cultural.

El 9 de mayo de 2025 el Kremlin desplegó su narrativa con la precisión de una coreografía militar. Miles de soldados rusos desfilaron frente al Kremlin, junto a tropas chinas y norcoreanas, bajo la atenta mirada de Vladimir Putin, Xi Jinping y Lula da Silva. El evento, celebrado como el 80º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, fue también el cuarto Día de la Victoria desde el inicio de la invasión a Ucrania. Pero el mensaje que Moscú quiso enviar iba más allá de la conmemoración. Fue una declaración geopolítica, una escenificación del relato de una Rusia fuerte, justa y sitiada por enemigos externos.

Putin ha sabido entrelazar la Gran Guerra Patria con su actual ofensiva en Ucrania, fundiendo el sacrificio soviético de 1945 con la narrativa patriótica de 2025. Los carteles en Moscú no decían “recordamos la victoria”, sino “la victoria será nuestra”. La memoria ha sido puesta al servicio del presente. En lugar de evocar el fin del horror, se construye un puente simbólico hacia la continuación del conflicto.

La guerra, entonces, deja de ser una excepción y se convierte en continuidad histórica. La cinta de San Jorge, los himnos de la victoria y la figura del “combatiente heroico” no evocan ya solo a los caídos de Stalingrado, sino a los soldados que hoy pelean en Ucrania. Desde el análisis simbólico podríamos hablar de un ritual de nacionalización del sacrificio, que busca recomponer una identidad cohesionada frente a un enemigo múltiple y difuso: el nazismo, la OTAN, el liberalismo, el olvido.

Junto a Putin, Xi Jinping desfiló no como espectador sino como actor de un nuevo eje euroasiático que se aleja de Occidente. La presencia de Lula da Silva agregó una dimensión más ambigua al evento. La de un Sur Global que no quiere quedar atrapado entre Washington y Moscú. Pese a las críticas de Europa, Brasil acudió, mostrando que el tablero internacional está lejos de ser binario.

Este desfile, como gesto diplomático, escenifica una alianza porosa y heterodoxa que incluye a China, Venezuela, Vietnam, Serbia y Egipto. Putin no está solo, al menos no en los términos que pretende imponer la OTAN. El Día de la Victoria devino en una cumbre del mundo “no alineado” versión siglo XXI, donde cada gesto es parte de una nueva gramática del poder global.

En una Rusia cada vez más encerrada en sí misma, el desfile fue también una operación de legitimación interna. El Kremlin cortó el acceso a internet en Moscú, temeroso de sabotajes o filtraciones, y rodeó la Plaza Roja con un aparato policial descomunal. La guerra es omnipresente, pero también lo es el miedo.

Y, sin embargo, la adhesión al régimen no es uniforme. Las encuestas del Centro Levada muestran que una mayoría de los rusos desea el fin del conflicto. El ritual patriótico sirve, entonces, como mecanismo de anestesia colectiva. La Plaza Roja se convierte en una caja escénica donde se repite un guion cuidadosamente escrito: unidad, grandeza, destino.

Del otro lado, Ucrania desarrolla su propia narrativa. Zelenski no solo resiste en el frente militar, sino que disputa la memoria. “Ucrania también sufrió el nazismo”, recuerda. “Esta guerra no es la continuación de la victoria, sino su traición”. En Kiev, el Día de la Victoria ya no se celebra el 9 de mayo, sino el 8, en sintonía con Europa.

Es una guerra de fechas, símbolos y relatos. La guerra se libra en el Donbás, pero también en los discursos. Lo que para Putin es “desnazificación”, para el mundo es imperialismo. Lo que para Moscú es “unidad eslava”, para Kiev es colonialismo ruso. La geopolítica se vuelve cultura, y la cultura, campo de batalla.

En su célebre libro El Estado dual, Ernst Fraenkel describía cómo en las dictaduras hay ciudadanos que viven en una aparente normalidad mientras otros caen en el abismo legal de la represión. La Rusia actual ejemplifica esta dualidad. Mientras unos desfilan, otros son encarcelados por protestar. Mientras unos izan la bandera, otros cruzan la frontera para huir.

La represión no es un efecto colateral, es parte integral del régimen. Y, como en todo sistema autoritario, la cultura del silencio puede estallar en cualquier momento. El desfile, con toda su pompa, intenta conjurar ese riesgo. Pero la historia demuestra que ningún relato oficial puede contener indefinidamente la pluralidad de memorias.

La Plaza Roja no fue un escenario de nostalgia. El desfile del 9 de mayo fue menos una celebración del pasado que una puesta en escena del presente. Putin no solo quiso mostrar fuerza militar, sino legitimidad histórica. Pero esa operación, por monumental que parezca, revela también una fragilidad. La necesidad constante de reafirmar el poder mediante símbolos.

La verdadera victoria —la que se celebra en silencio, sin tanques ni cohetes— es aquella que trae paz. Mientras eso no ocurra, cada desfile será un síntoma, no de fortaleza, sino de un imperio que necesita del pasado para justificar su presente.

Por Mauricio Jaime Goio.


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