Desde una celda sin libros, Mujica construyó una filosofía de la sobriedad y el sentido. En un tiempo marcado por el estruendo de las apariencias, su figura adquiere la dignidad discreta de un sabio rural.
Cuando muere alguien como José Mujica, la tentación de convertirlo en estatua es inmediata. Pero Mujica no fue hecho para el bronce. Ni siquiera para la corrección ideológica de los discursos públicos. Fue, ante todo, un hombre que se construyó a partir del fracaso. Y lo asumió. Lo dijo mil veces. Quiso cambiar el mundo, y no cambió nada. Pero lo intentó. Y ese intento fue, a fin de cuentas, su gran legado.
Nacido en Montevideo en 1935, crecido en una familia campesina, Mujica representó esa mezcla particular de inteligencia intuitiva y sentido común que tantas veces la ciudad desprecia y la historia termina por reivindicar. Su incursión en la guerrilla tupamara fue el gesto juvenil de un país en ebullición. Lo pagó con quince años de presidio, de los cuales dos los pasó enterrado en un aljibe, y siete sin ver un libro. En vez de volverse loco, se volvió él mismo. Aprendió a hablar con el que llevaba dentro. Y cuando salió, era otro. Un campesino filosófico con hambre de mundo.
A partir de los noventa, Mujica inició una carrera política que culminaría en la presidencia de Uruguay entre 2010 y 2015. Pero su llegada al poder no fue la de un caudillo ni la de un tecnócrata. Fue la de un sobreviviente. Sus discursos eran aforismos rurales. Su estilo, una resistencia al protocolo. Llegaba al Congreso en moto, recibía a mandatarios con barro en los zapatos, y decía que la pobreza verdadera era necesitar mucho. Desde su chacra, hablaba al mundo con la voz pausada del que ya no tiene apuro.
Pepe Mujica fue una disonancia. En una época dominada por la ostentación y el marketing, él defendía la sobriedad como ética y la humildad como práctica. No fue un hombre sin contradicciones, pero supo hacer de sus contradicciones una enseñanza. En lugar de buscar venganza contra sus torturadores, eligó vivir. Y vivir, para él, era cultivar flores, andar en tractor, leer a Séneca y repetir que la libertad era tener tiempo para estar al pedo con un amigo. No era una teoría: era una praxis.
El éxito de Mujica fue paradójico. Se convirtió en un ícono mundial sin dejar su mundo. Filmado por Kusturica, condecorado por Lula, escuchado por Obama, y venerado por jóvenes que ya no creen en la política. Su figura condensó algo que la izquierda había olvidado: que la autoridad moral no se construye con frases, sino con renuncias. Mujica no tuvo hijos, no acumuló bienes, no buscó el poder por el poder. Su coherencia era silenciosa, pero cortante. Como una verdad dicha en voz baja.
En los últimos meses, ya enfermo, anunció su retirada con una frase que no buscaba conmover, pero lo hizo: “Hasta acá llegué. El guerrero tiene derecho a su descanso”. Eligó morir en su chacra, y ser enterrado al pie de una secuoya, junto a su perra Manuela. No pidió homenajes. Pidió silencio. Tal vez porque sabía que ya había dicho todo. O tal vez porque, como buen misántropo autodidacta, comprendía que la palabra solo tiene valor cuando no está hecha para agradar.
Hoy que lo lloran desde Montevideo hasta Tokio, cabe preguntarse por qué lo escuchaban tanto. ¿Qué tenía ese viejo de hablar pausado, ese presidente sin corbata, ese exguerrillero con cara de abuelo? Tal vez lo escuchaban porque no hablaba para convencer. Hablaba para acompañar. Y esa es una forma de sabiduría que este mundo digital, histérico, hiperconsumista, había olvidado por completo.
Mujica no será bronce. Será semilla.
Por Mauricio Jaime Goio.






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