De las estrellas doradas del siglo XX al algoritmo como nuevo director de casting, Hollywood enfrenta una crisis estructural que trasciende el espectáculo. Lo que alguna vez fue el espejo universal del deseo moderno, hoy se hunde entre plataformas, incendios, huelgas y silencio.
Hollywood, alguna vez descrita como “la fábrica de sueños”, atraviesa una de sus crisis más profundas. No es sólo una cuestión de cifras, aunque las haya, y alarmantes, ni de huelgas, incendios o taquillas a la baja. Lo que colapsa en estos años no es simplemente una industria, sino una forma de entender el arte, la identidad y el consumo cultural. El star system, esa constelación cuidadosamente curada de mitos humanos, parece haberse desintegrado. Ya no hay dioses en la pantalla. Hay buenos actores, pero ya no hay estrellas.
Los estudios lo saben. En cada premiación, en cada apuesta por nuevos rostros, en cada discurso nostálgico sobre la “experiencia de sala”, hay un grito de socorro. El modelo que encumbró a Marilyn Monroe y Marlon Brando, el mismo que sostuvo al imperio cultural estadounidense durante el siglo XX, ha sido desplazado por un sistema fragmentado, efímero y, sobre todo, gobernado por el capital invisible del algoritmo. La cultura ya no se construye sobre rostros, sino sobre tendencias.
Hoy las salas se vacían, aunque haya tres estrellas por escena. ¿Qué cambió? Las razones son muchas. Las plataformas de streaming con sus algoritmos que premian lo fugaz. La sobreexposición de las redes sociales, que desnudaron demasiado a quienes antes vivían del misterio. El colapso del sistema de estudios, que hacía de cada actor un personaje de epopeya.
Entre 2020 y 2025, Hollywood perdió más de 15 mil millones de dólares. Se clausuraron salas, se interrumpieron rodajes, se desplazaron producciones enteras hacia territorios fiscalmente más amables como Budapest, Georgia o Nuevo México. Mientras tanto, los nombres de las estrellas que alguna vez convocaban multitudes han sido reemplazados por un desfile incesante de talentos emergentes, ninguno de los cuales parece capaz de sostener por sí solo una película. Las cifras lo confirman. En los últimos cinco años, la mayoría de los Oscar fueron a actores y directores sin nominaciones previas. La Academia no premia estrellas: premia relevos.
La crítica cultural Caryn James lo resume con precisión: “He perdido la cuenta de cuántas historias he leído con titulares como ‘la última estrella de cine’”. El relato mítico se ha interrumpido. El actor ya no es un símbolo: es una variable. Su permanencia, igual que la de las series en plataformas, depende del cálculo de rentabilidad y la velocidad del clic.
En la era dorada del cine, el espectador salía de casa, cruzaba la ciudad, entraba a la sala y compartía el rito con otros. Era un evento. Hoy, la experiencia audiovisual es doméstica, fragmentaria y muchas veces solitaria. Como advierte el director Sean Baker, “cuando nos enamoramos del cine, lo hicimos en las salas”. El desplazamiento hacia el streaming no sólo ha vaciado las butacas, también ha vaciado el símbolo. El rostro en la pantalla es intercambiable. Ya no tiene el peso de la leyenda.
Las redes sociales, lejos de humanizar a las estrellas, las han pulverizado. Su cercanía constante ha matado el misterio. El aura que Richard Benjamin describía en su ensayo sobre la obra de arte en la era de la reproducción técnica, se ha perdido por saturación. Ya no hay distancia entre el actor y su espectador. Hay historias de Instagram.
Para contrarrestar el colapso, Hollywood ha apostado por la internacionalización: directores surcoreanos, actores afrolatinos, películas en portugués o cantonés. Es un intento noble de abrir la narrativa global, pero también una estrategia de supervivencia en un mercado en ruinas. El #OscarsSoWhite de 2016 aceleró una transformación necesaria, pero también evidenció la fragilidad simbólica de una industria que ya no define el canon, sino que intenta sumarse a él.
Este viraje ha sido acompañado por otro fenómeno: la fuga. La meca del cine se ha vuelto inviable económicamente. Los estudios cierran, los técnicos emigran, los actores debutantes graban sus audiciones por Zoom desde cualquier país del mundo. Hollywood ya no es un lugar. Es una marca en disputa.
El relato dominante ha mutado. Si antes una película era sinónimo de un rostro, hoy lo es de una franquicia. Marvel, Star Wars, Lego, Pixar. El actor se diluye en la propiedad intelectual. Incluso cuando hay buenas actuaciones, éstas no se transforman en culto. Ya no hay ídolos, sólo rendimientos.
A ello se suma la irrupción de la inteligencia artificial, que amenaza con reemplazar actores, guionistas, e incluso ideas. La industria parece atrapada en su propia ficción. Una distopía de automatización donde el humano ya no es el centro del relato, sino un obstáculo presupuestario.
Hollywood ha sido muchas cosas: fábrica de mitos, plataforma de propaganda, catarsis emocional, industria creativa. Hoy es, sobre todo, un espejo roto. El cine, como forma de vivir el mundo, está en peligro. Pero quizás, como toda gran historia, esto no sea un final sino un nuevo acto. Uno en el que la estrella ya no sea el actor, sino la experiencia compartida, el sentido del arte, la revalorización de lo humano frente al dato.
Volver a creer en el cine no depende de rescatar una constelación perdida, sino de construir nuevos rituales para la pantalla. Porque el problema de Hollywood no es que no haya héroes. Es que ha olvidado qué historia vale la pena contar.
Por Mauricio Jaime Goio.
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