El escándalo por el uso fraudulento de licencias médicas en el sector público chileno expone algo más que una red criminal: revela una cultura institucional permisiva, liderazgos ausentes y un pacto ético deteriorado entre el Estado y sus trabajadores. Este artículo propone una lectura desde la cultura organizacional para comprender cómo el ausentismo se convirtió en reflejo de una enfermedad sistémica.

En el último tiempo, el modelo del Estado centralizado, caracterizado por su gran tamaño, elevado costo y expansión constante, ha sido puesto en entredicho. No se trata ya sólo de cuestionar su eficiencia operativa, sino, más profundamente, su propia idoneidad. En muchos países, el aparato estatal ha crecido hasta representar un porcentaje significativo del PIB, sin que ese crecimiento se traduzca en mejoras equivalentes en el funcionamiento o la calidad de los servicios públicos. Peor aún, han comenzado a salir a la luz casos de corrupción y manejos fraudulentos que no hacen más que reforzar la percepción de un sistema desbordado e ineficaz. Por eso, más allá de los hechos individuales, resulta urgente observar cómo se están malgastando, y en ocasiones directamente robando, recursos públicos, que de por sí ya son escasos. 

Un ejemplo de ello es el escándalo de las licencias médicas fraudulentas descubierto en Chile. Más de 25 mil funcionarios públicos abandonaron el país mientras estaban con licencia médica. La cifra, revelada por un informe de la Contraloría General de la República, es tan descomunal que cuesta asimilarla. Pero más allá de lo anecdótico, el fenómeno señala un problema estructural que no puede explicarse solo desde el delito. Porque allí donde miles cruzan la frontera mientras deberían estar en reposo, no hay solo una red criminal. Hay una cultura organizacional que lo permitió, lo ignoró, y en ciertos casos, lo protegió.

La reacción institucional fue inmediata. El Ministerio de Hacienda conformó un Comité Nacional de Ausentismo y ordenó la creación de comités locales en cada subsecretaría. Se instruyeron sumarios, se exigieron reintegros, y se prometió mano firme. Pero el daño ya estaba hecho. No sólo en el presupuesto público, con más de 600 millones de dólares anuales estimados en pérdidas por suplencias y reemplazos, sino también en la confianza simbólica que sostiene a cualquier institución estatal.

Y es que cuando un funcionario del área de salud se autoemite una licencia para luego viajar al extranjero, o cuando una trabajador acumula siete licencias psiquiátricas compradas por WhatsApp, el problema supera la legalidad. Estamos ante un síntoma de enfermedad cultural. Una forma de habitar lo público sin creencia en lo común.

Desde una perspectiva cultural, las instituciones no son solo estructuras funcionales, sino también escenarios simbólicos. Se constituyen a partir de valores compartidos, rutinas, códigos tácitos, climas laborales y jerarquías que no siempre responden a la lógica normativa. En ese sentido, el ausentismo no puede ser entendido solo como ausencia física del trabajo, sino como una forma de desvinculación afectiva, ética y relacional entre el trabajador y la organización.

Existe una cultura interna que naturaliza el uso de licencias como estrategia de escape. Allí donde el control es débil, donde los liderazgos son meramente administrativos y donde la motivación se ha erosionado por años de precariedad, el fraude deja de ser excepción y se transforma en recurso.

Por eso hablar de corrupción no basta. Hay que hablar de climas organizacionales en los que nadie pregunta, donde los mandos medios no observan, donde el control es papel y no práctica, y donde los buenos funcionarios se sienten solos, abandonados o impotentes.

La Confederación de Trabajadores de la Salud (Fenats Unitaria) ha señalado con razón que no se puede criminalizar al conjunto. Denuncian con preocupación la forma en que el escándalo ha sido usado para desprestigiar la labor pública, sobre todo luego de una pandemia que sobreexigió a muchos equipos. Y no cabe duda de que muchas de las licencias son legítimas, y muchas responden a afecciones reales, en especial de salud mental.

El Comité Nacional de Ausentismo puede ser un primer paso, pero será inútil si no se acompaña de una transformación más profunda. Porque las organizaciones públicas no cambian por decreto. Cambian cuando sus prácticas cotidianas se reconfiguran desde la ética, la confianza y el compromiso. Cambian cuando los liderazgos se ejercen de verdad, cuando el control no es sinónimo de persecución, y cuando el ausentismo deja de ser la vía de escape para climas laborales asfixiantes.

Hoy se exige castigar a los culpables. Y es justo. Pero más importante aún es reconstruir el tejido simbólico de la función pública. Volver a dotarla de sentido, de coherencia, de orgullo. Porque el verdadero escándalo no es solo que alguien haya comprado una licencia falsa, sino que miles sintieran que podían hacerlo sin consecuencias.

La enfermedad del ausentismo no se cura con comités, ni con más firmas. Se cura con responsabilidad compartida. Con liderazgos presentes. Con instituciones que enseñen, exijan y cuiden. Porque lo público no puede seguir siendo territorio de simulación. Debe volver a ser espacio de vocación, de servicio y de dignidad.

Por Mauricio Jaime Goio.


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