En un tiempo que equipara información con virtud, estar desinformado parece una falla ética. Pero quizás el desconocimiento voluntario sea una forma de cuidado y resistencia frente al exceso.
Hay días en que uno simplemente no quiere saber de nada de lo que está sucediendo en el mundo. No quiere abrir el diario, no quiere entrar a las redes, no quiere enterarse. No porque la realidad nos sea indiferente, sino porque adquiere un volumen tal que nos desborda. Una sucesión de tragedias, alertas, predicciones apocalípticas, datos nuevos que sustituyen a los del día anterior, como si el mundo estuviera en competencia por anunciar su propio colapso. Pareciera ser que el estar al tanto se vuelve obligatorio, y la ignorancia es considerada casi una falta moral.
Pero ¿qué pasaría si reivindicáramos el derecho a no saber? No como negación del mundo, sino como una pausa necesaria frente a la sobrecarga de sentido. Hoy, la información ya no se busca, se impone. Aparece sin ser llamada, interrumpe, coloniza. Es el algoritmo el que decide qué vamos a saber, cuándo y con qué intensidad. Lo hace en nombre de la actualidad, del compromiso, de la responsabilidad. Pero detrás de ese deber de estar al tanto se esconde una ansiedad estructural. La imposibilidad de sustraerse del flujo, de decir basta.
La ignorancia elegida, en este contexto, se transforma en una sublevación. El que no sabe —porque no quiere saberlo todo, todo el tiempo— huye de la lógica del rendimiento. Deja de participar en el juego donde todo es una opinión rápida, una reacción, una toma de posición inmediata. En cambio, habita el margen, se guarda, se demora. Y, medio oculto en ese borde, tal vez, algo se salva.
Hay una forma de sabiduría que consiste en elegir con cuidado qué saber y cuándo. En los monasterios antiguos, el silencio no era solo disciplina espiritual, era una forma de filtrar el mundo. En ciertas cosmovisiones el conocimiento se transmite con lentitud, en ceremonias, en momentos propicios. En nuestras ciudades saber es una especie de reflejo automático. Como si no tuviéramos derecho al asombro, al misterio, a la digestión lenta de los acontecimientos.
No es que sea mejor no saber. Simplemente el exceso ha vaciado el sentido. Lo que no se mide, no existe. Lo que no se comparte, no importa. Pero cuando todo se mide y se comparte, nada se comprende. El derecho a no saber es, entonces, el derecho a procesar, a sentir, a elegir. A no quemarse con el incendio al que se nos somete, considerando que no tenemos cómo apagarlo.
Ignorar algo por un tiempo puede ser una forma de cuidado mental, de preservación. Incluso una forma más honda de compasión, porque uno sabe que el corazón no puede con todo. Y porque para actuar, primero hay que respirar.
No se trata de alentar la apatía ni el aislamiento. Se trata de admitir que no toda información es relevante, ni todo dato urgente. Y que hay una inteligencia en decidir cuándo no saber. En no opinar, en no responder, en mirar hacia adentro. Tal vez, en este tiempo donde el saber se mide en clics, el acto más revolucionario sea desconectarse para poder pensar.
Y entonces sí, volver a interesarse. Pero desde otro lugar, menos reactivo, más humano.
por Mauricio Jaime Goio.
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