En silencio, sin cobertura mediática, miles de jóvenes están abandonando las ciudades y regresando al campo. No huyen, ni escapan: reinventan. Con saberes ancestrales y tecnología actual, están creando otra forma de habitar, trabajar y cuidar el mundo.
Durante décadas, el relato fue unívoco: irse del campo era avanzar. América Latina se construyó sobre el imaginario del éxodo rural. La ciudad era sinónimo de futuro, lo rural de atraso. En ese proceso, millones de personas abandonaron sus tierras, sus comunidades, sus formas de vida. Pero algo está cambiando. A contracorriente, una nueva generación comienza a mirar el campo no como vestigio, sino como horizonte.
El fenómeno aún es incipiente, pero crece. En países como Chile, Argentina, Colombia o México, jóvenes profesionales, ambientalistas, diseñadores o programadores están abandonando la ciudad para volver a la tierra. Pero no lo hacen empujados por la necesidad, sino por elección. Buscan calidad de vida, van tras un sueño.
Esta nueva ruralidad no se parece al campo de sus abuelos. Está llena de dispositivos solares, redes cooperativas, aplicaciones de trazabilidad y una ética de sostenibilidad. Son jóvenes que se forman en agroecología, que aprenden de los saberes tradicionales y que cultivan una relación distinta con la tierra.
Una de las experiencias más notables es la de la Red de Guardianes de Semillas, en Ecuador, que combina la recuperación de variedades nativas con la formación de jóvenes agricultores. O la cooperativa Amaranto en Bolivia, donde se mezclan conocimiento ancestral con técnicas de biotecnología apropiada. Son pequeños proyectos, pero representan un cambio profundo. El campo ya no es visto solo con nostalgia, sino como el lugar desde donde se puede construir el futuro.
Esta decisión de volver no es una huida, sino una crítica encarnada al modelo urbano. Una forma de decir basta al ritmo agotador de las metrópolis, a la hiperproductividad, al aislamiento. Como señala la FAO, la revitalización de la agricultura familiar y el impulso de políticas rurales inclusivas son claves no solo para la soberanía alimentaria, sino también para responder al cambio climático.
La socióloga argentina Maristella Svampa ha definido este giro como el surgimiento de los “neorrurales”. Quienes, sin negar la ciudad, deciden desplazarse a sus márgenes para imaginar formas alternativas de vida. Volver al campo, en este contexto, significa recuperar el vínculo con los ciclos naturales, asumir la interdependencia ecológica, desafiar la lógica extractivista. El movimiento no es masivo, pero sí tiene una potencia simbólica. Son propuestas que marcan un camino de salida.
Hay obstáculos evidentes: concentración de tierras, falta de servicios básicos, ausencia de políticas de fomento real. Pero también hay redes que crecen: el Movimiento Sin Tierra en Brasil, los proyectos mapuche de soberanía alimentaria, las redes de agroecología urbana en Buenos Aires o Bogotá.
Aquí no se trata de revalorizar tierra como recurso, sino como territorio. Y eso no es menor, pues implica una transformación profunda en la forma de pensar la vida. Porque cultivar no es solo producir alimentos. Es crear comunidad, sentido, pertenencia.
Tal vez, después de tanto avanzar, descubrimos que el futuro también podía estar atrás. O al lado. O debajo de nuestros pies. Porque hoy muchos están volviendo al campo no por nostalgia, sino por convicción.
Por Mauricio Jaime Goio.
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