Del tótem al chip neuronal, del rito chamánico al algoritmo: el cuerpo sigue siendo el escenario donde la humanidad escribe sus deseos más profundos. ¿Qué estructuras simbólicas esconde la fascinación actual por el cuerpo aumentado? ¿Qué dice de nosotros la bioingeniería ? Una mirada antropológica al nuevo mito del cyborg.

En los ritos de iniciación de los pueblos amazónicos, el cuerpo era tallado con cuchillos de piedra, marcado con pigmentos naturales, deformado con aros o huesos. Cada incisión no era una herida. Se trataba de una forma de inscribir al individuo dentro de un orden simbólico. En la cultura moderna, aunque el bisturí haya sido reemplazado por el láser y los pigmentos por circuitos, la operación es la misma: el cuerpo como texto. A pesar de su carácter orgánico termina siendo una entidad cultural.

Vivimos hoy en la era del cuerpo aumentado. Exoesqueletos que permiten caminar a quienes no podían. Chips implantados en el cerebro que devuelven la vista. Interfaces neuronales que anticipan nuestros pensamientos. La ingeniería cyborg, impulsada por empresas como Neuralink o Synchron, ya no es ciencia ficción. ¿Sera que entendemos lo que está en juego?

La promesa tecnológica de mejorar el cuerpo, extender la vida, amplificar la mente parece irresistible. Pero, como advertiría cualquier antropólogo, lo que parece nuevo no siempre lo es. Detrás de cada chip insertado hay un mito antiguo. Detrás de cada órgano sintético, una estructura simbólica.

Desde los dioses griegos hasta los héroes precolombinos, pasando por los avatares védicos o los hombres jaguar de la Amazonía, la humanidad ha soñado siempre con superar las limitaciones del cuerpo natural. El mito del ser mejorado, del cuerpo como proyecto, es más viejo que la técnica misma.

Hoy ese mito ha mutado. Ya no se reza, se programa. Ya no se invoca, se imprime en 3D. Pero el anhelo es el mismo, ser más que humano. Ser rápido, eterno, inmune, radiante. Lo interesante es que este nuevo cuerpo sigue funcionando como un totem. Como una figura que organiza, clasifica y legitima una estructura social y moral.

Así como el tótem dividía a las tribus según linajes y prohibiciones, el cuerpo aumentado empieza a dividir a la humanidad entre los que pueden modificar su biología y los que no. La biotecnología puede estar sentando las bases de un nuevo orden simbólico y desigual.

Más allá de las respuestas, que varían según contexto y cultura, lo que importa es que el cuerpo sigue siendo un lugar sagrado. Un campo de batalla moral. Un sitio donde la humanidad expresa sus miedos, sus límites, sus esperanzas. La bioingeniería, que promete independencia y mejora, también introduce nuevas formas de control. Porque quien modifica su cuerpo con un chip depende del proveedor que lo mantiene, del software que lo actualiza, del sistema que lo autoriza. La libertad prometida se convierte en una nueva forma de dependencia. 

En el fondo, lo que vemos con el cuerpo aumentado no es una ruptura radical, sino una continuidad cultural. El humano siempre ha intervenido su cuerpo, siempre ha buscado trascenderlo. La diferencia es que ahora lo hace con herramientas más precisas y con un discurso que se presenta como científico, pero que es profundamente mítico.

El chip neuronal no es muy distinto de la máscara ritual, ambos ocultan y revelan algo esencial. Ambos permiten cambiar de estado, pasar de una condición a otra. El cuerpo aumentado es el cuerpo del umbral entre la carne y el silicio.

El mito del cyborg no es el fin de la cultura, sino su metamorfosis. Ya no adoramos dioses, adoramos interfaces. Ya no danzamos en torno al fuego, sino frente a las pantallas. Pero el deseo que nos mueve es el mismo: vencer la muerte, trascender el límite, reconfigurar la identidad.

Por Mauricio Jaime Goio.


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