Vivimos rodeados de colapsos —sociales, ecológicos, mentales— y la neurociencia nos propone una idea radical: el caos no es el fin, sino la frontera donde comienza la posibilidad de transformación. En esta columna nos preguntamos si el desorden es solo amenaza o también puede ser una posibilidad.
Vivimos en una época en la que la sensación de caos se convierte en el telón de fondo de la vida cotidiana. Noticias que se superponen sin pausa, redes sociales que nos empujan a la reacción instantánea, y un mundo laboral que exige velocidad, pero ofrece cada vez menos certezas.
El caos, más que una coyuntura pasajera, parece ser la estructura misma de nuestra modernidad líquida, donde lo sólido —identidades, valores, comunidades— se disuelve en flujos de información y estímulos constantes. Esta fragmentación no solo nos confunde, sino que mina la posibilidad de construir relatos colectivos estables. En medio del ruido, la ansiedad no es solo un síntoma individual, sino un signo cultural de una época que ha perdido el compás, atrapada entre la aceleración del presente y la falta de horizonte futuro.
Para entender esto, que da la impresión de ser parte de una coyuntura insalvable, recurrimos al concepto de entropía, esa medida del desorden que en física indica la tendencia inevitable de los sistemas a perder organización con el tiempo. En la esfera cultural y social, la entropía se manifiesta como una creciente incapacidad de las estructuras tradicionales —familia, Estado, religión, comunidad— para organizar el sentido y dar coherencia a la experiencia. Cuanta más información circula, más difícil se vuelve distinguir lo esencial de lo superfluo, y más se acelera la descomposición de referentes comunes.
No debemos considerar la entropía solo como una metáfora del caos contemporáneo, sino su lógica subyacente. Algo que desarma lo estable, multiplica las opciones hasta paralizarnos, y convierte el exceso de estímulo en una nueva forma de vacío. En un mundo cada vez más entrópico, el desafío no es solo resistir el desorden, sino reaprender a orientarse en él.
Así la entropía, que nació entre fórmulas de la termodinámica, hoy habita nuestras conversaciones diarias, nuestros miedos, nuestras preguntas sobre el futuro. La utilizamos para entender la incertidumbre que sentimos al leer los titulares, al ver las temperaturas extremas, al observar nuestras propias emociones.
La neurociencia contemporánea ha comenzado a rastrear las huellas de este caos que no es solo climático o político, sino también cognitivo. Para el psicólogo y neurocientífico Andrea Bariselli hay una zona crítica en todo sistema —biológico, mental o social— donde el orden excesivo se vuelve estéril y el caos absoluto lo destruye todo. Esa zona es la «frontera del caos». Y allí, en esa línea borrosa, es donde los sistemas vivos pueden aprender, cambiar, evolucionar.
Esta frontera no es necesariamente una amenaza, más bien debería considerarse como una invitación. Una interfaz delicada donde el pensamiento puede hacer su trabajo más profundo: modificar las premisas desde las cuales interpretamos el mundo. No se trata de aprender más, sino de aprender distinto. De cambiar los patrones, no solo los datos.
Lo que hoy experimentamos no es únicamente una crisis ambiental o económica. Es una crisis semiótica. Una fractura en los sistemas de sentido que organizaban nuestras vidas. Como en una red sobrecargada, nuestras mentes se ven sometidas a una densidad de estímulos que terminan bloqueando cualquier probabilidad de comprensión. Lo que antes era un patrón, termina transformado en ruido.
Frente a esta situación, la entropía deja de ser una metáfora y se convierte en una descripción técnica de nuestro estado mental: desorden, agotamiento, saturación, ansiedad. El desafío no es evitar ese estado, sino construir respuestas que permitan habitarlo con inteligencia. Que permitan moverse con gracia en medio del caos.
Desde esta perspectiva, el aprendizaje ya no es la búsqueda de las respuestas correctas, sino la transformación del marco desde el cual formulamos las preguntas. El caos, entendido así, no es solo descomposición. Es abrir un espacio de posibilidades. En lo que se desmorona hay que encontrar la semilla del cambio.
Bariselli lo llama espacio de posibilidades. La mente no puede sobrevivir si no adapta su estructura a entornos que han dejado de ser previsibles. La resiliencia —palabra muchas veces vaciada por la moda— no consiste en aguantar más, sino en aprender mejor. Y ese aprendizaje, en tiempos de entropía creciente, exige una un modo de pensar diferente. Que entienda que el individuo no es una unidad cerrada, sino parte de un sistema más amplio que incluye su cuerpo, su entorno, sus símbolos, sus redes afectivas.
No se puede restaurar el orden en una mente sin restaurar también la relación que esa mente tiene con su contexto. No se puede salir del caos sin preguntarse primero como nos metimos en él.
Quizá, entonces, la entropía no sea una tragedia. Sino una fuerza que nos obliga a repensar nuestras nociones de control, de eficiencia, de identidad. Una puerta que nos lleva a transitar otras vías, invitarnos a construir estructuras nuevas.
El espacio de las posibilidades queda abierto. Habitarlo exige lucidez, humildad y creatividad. Exige reconocer que la belleza, la complejidad y el aprendizaje no ocurren en el orden absoluto ni en el caos total, sino en una línea de fronteras donde ambos se encuentran.
Por Mauricio Jaime Goio.
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