Nuestros teléfonos nos conocen mejor que nuestros amigos, nuestras madres o nuestras exparejas. Nos siguen en silencio, nos venden sin culpa y se convierten, sin querer, en la bitácora invisible de nuestras vidas. ¿Qué revela esta vigilancia sobre nosotros mismos?
Hay un instante, minúsculo, casi imperceptible, en que el teléfono vibra sin que nadie lo haya tocado. Estamos en una fila a punto de llegar a la caja o al borde de una cama recién deshecha, y aparece una notificación ofreciendo algo que pensamos y jamás verbalizamos. Puede ser una oferta, una sugerencia o una promesa. Y uno piensa, con asombro y algo de paranoia, ¿cómo se enteró?
No hay que ser un usuario especialmente lúcido para sospechar que nos espían. Lo fascinante, lo realmente digno de novela, es que no necesitan escucharnos. Basta con que estemos. Que nuestro móvil esté encendido, como siempre, para que alguien sin rostro, en algún lugar que ignoramos, sepa que entramos a una librería o que miramos la leche de avena o que nos quedamos un buen rato pensativo sentados en un banco de una plaza. Ciertamente suena a un guion de una novela o película distópica.
Nos vigilan, pero no como en los manuales de conspiración de los años setenta ni con la pompa distópica de Orwell, sino con la naturalidad de lo cotidiano. Nos siguen sin prisa, sin secreto, sin necesidad de esconderse, porque ya lo dijimos todo en voz alta, en las redes, en las cookies, en los mapas de Google que saben más de nuestra vida que nosotros mismos.
Una investigación científica que lleva por título Your Signal, Their Data, analiza más de 50 kits de desarrollo de software (SDK) que se cuelan en nuestras apps para registrar todo lo que hacemos sin que lo sepamos. Según el estudio, el 86% de las aplicaciones que los incorporan recolectan datos sensibles sin explicar por qué. No se trata solo del GPS. Son las señales de Bluetooth, las redes WiFi cercanas, la forma en que nos movemos dentro de una tienda. La tecnología nos conoce mejor por cómo caminamos que por lo que decimos.
Y si esta vigilancia produce escozor, es porque no viene de un Estado todopoderoso ni de una dictadura oriental. Viene de algo con lo que tenemos un vínculo potente. Es ese teléfono que nos hace compañía mientras esperamos en el baño, en el banco, en la soledad. De esa app de entrenamiento, de la linterna, del juego que usamos para distraernos. Como escribió Juan Tapiador, «el mundo Android es como el Far West». Pero nadie nos avisó que lo salvaje iba a estar dentro del bolsillo.
Lo que más inquieta no es que nos rastreen. Es que no sepamos por qué. Ni a quién le entregamos nuestros trayectos, nuestros horarios, nuestras costumbres. Un SDK puede saber si entramos a una iglesia, una clínica de abortos o un motel, y cruzar esa información con nuestra dirección IP, con nuestros contactos o con nuestro correo electrónico. Puede deducir quién es nuestra pareja, o nuestro amante, con solo analizar los Bluetooth cercanos.
Y ahí es donde la pregunta ya no es técnica, ni política, sino humanista. ¿Quiénes somos cuando no tenemos secretos? ¿Cómo se vive sin zonas oscuras, sin momentos que no quedan registrados, sin rincones en los que no haya señal? ¿Qué queda de la identidad si ya no hay nada que guardar?
Porque es indudable que hay un gozo en el anonimato. En el paseo sin destino, en la compra impulsiva, en la visita clandestina. Esa vida improvisada, contradictoria, absurda, no cabe en un perfil de usuario ni en una campaña de marketing. Por eso inquieta que nuestros datos no terminen solo en Google o Facebook, sino en intermediarios opacos, corredores de datos que revenden nuestros movimientos como si fueran acciones en bolsa. Ahí está el caso de Near Intelligence, empresa que reveló, sin querer, los datos de quienes visitaron la isla de Jeffrey Epstein. La isla de los secretos expuestos por el Bluetooth.
Los gobiernos saben esto. Las empresas también. Lo que no sabemos nosotros, ni queremos saber, es hasta qué punto hemos normalizado ser observados. El consentimiento, se nos dice, lo dimos al aceptar los términos y condiciones. Pero nadie lee los términos. Nadie elige ser transparente del todo. Como especie, fuimos hechos para mentir un poco, exagerar otro poco, olvidar lo que no queremos recordar.
Tal vez el gran drama radica en que el teléfono no olvida. Que recuerda con precisión todo lo que hacemos, incluso lo que hicimos sin saber. Y que, en ese registro implacable, no queda espacio para la ambigüedad, para el malentendido, para la duda. Nos convierte en cifras, en trayectos, en categorías. Nos vuelve legibles.
Por Mauricio Jaime Goio.
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