El último artículo de Javier Cercas, «Yo soy vuestra venganza», expone una grieta profunda: la transformación de la izquierda contemporánea en una suma de tribus enfrentadas que han dejado atrás el ideal de justicia universal. Este texto examina esa mutación cultural y política, y el peligro que implica para la democracia.

El siglo XXI ha hecho de la identidad su estandarte y de la memoria su campo de batalla. En lugar de la emancipación universal, hoy se busca la restitución particular; no la igualdad ante la ley, sino la reparación simbólica del agravio. En su reciente columna para El País, Javier Cercas plantea una inquietante paradoja. Donald Trump, icono de la ultraderecha, es el reverso exacto del wokeismo, y ambos responden a una misma lógica tribal de venganza. Esta observación incómoda revela una deriva cultural donde el debate público se convierte en duelo de agravios y la política, en teatro de víctimas.

Lo que Cercas denuncia no es una traición desde fuera, sino desde dentro. Desde el corazón mismo de una tradición ilustrada, humanista y universalista que, durante siglos, sostuvo los grandes ideales de la izquierda. La lucha por los derechos de todos ha sido desplazada por la lucha de cada cual, por su parcela de verdad, por su cuota de reparación. El sujeto político ya no es el pueblo, sino la suma de colectivos que exigen reconocimiento. La izquierda, en este nuevo paisaje, se ha tornado irreconocible: ha dejado de luchar por lo común para entregarse a una estética de la diferencia.

La identidad, antes subordinada a proyectos colectivos de transformación, se convierte hoy en capital simbólico. Las redes sociales refuerzan esta dinámica, convirtiendo el agravio en un bien transable. Como advierte el filósofo Mark Lilla, cuando la política gira exclusivamente en torno a la identidad, la comunidad se fragmenta en nichos de memoria y sospecha. En este ecosistema emocional, el lenguaje se convierte en arma, y la interpretación más ofensiva de una palabra basta para invalidar un argumento. La cultura de la cancelación reemplaza a la deliberación pública.

Frente a esta lógica vengativa, Cercas plantea la necesidad de recuperar la ética liberal. No el liberalismo económico, sino el político. El que defiende la libertad de expresión, la igualdad ante la ley y la posibilidad de disentir sin ser excluido. La democracia, recordemos, no es un espacio sin conflicto, sino un sistema que permite institucionalizarlo sin destruir al adversario. Si todo disenso se interpreta como violencia simbólica, y todo discurso como una ofensa, el diálogo se vuelve inviable. Y sin diálogo no hay política, solo espectáculo y resentimiento.

¿Cómo abordar los traumas del pasado sin convertir la historia en arma de guerra cultural? ¿Cómo exigir justicia sin caer en la revancha? La respuesta, sugiere Cercas, no está en negar el daño, sino en narrarlo de forma que convoque al otro, no que lo excluya. La memoria democrática, en su mejor versión, no divide: incluye. No culpa: reconoce. No sentencia: conversa. Esa forma de recordar no clausura el futuro, lo abre. Y es precisamente esa apertura lo que hoy parece en riesgo.

En América Latina, la memoria de las violaciones a los derechos humanos durante las dictaduras militares, particularmente en Chile y Argentina, ofrece un ejemplo elocuente de este dilema. La necesidad de verdad, justicia y reparación ha convivido, muchas veces con tensión, con una lectura binaria de la historia. De un lado, los “buenos” defensores de los derechos humanos; del otro, los “malos” defensores del orden represivo. 

Esta división ha sido útil para visibilizar crímenes y responsabilizar a sus autores —como ocurrió con los juicios impulsados tras el Informe CONADEP en Argentina o el Informe Rettig en Chile—, pero también ha dificultado la construcción de una memoria colectiva que incluya a quienes vivieron esos años con miedo, silencio o ambigüedad. En muchos casos, el dolor no se expresó ni desde la militancia ni desde el poder, sino desde las zonas grises de la experiencia ciudadana. Los que callaron, los que se acomodaron, los que dudaron.

Superar esa brecha exige una política de la memoria que no se limite a acusar, sino que escuche. Que no relativice el horror, pero que tampoco lo simplifique al extremo. En Chile, el intento reciente por reactivar la discusión pública con la Comisión para la Paz y el Entendimiento ha demostrado cuán frágil sigue siendo el consenso sobre el pasado. En Argentina, los avances en los juicios por delitos de lesa humanidad conviven con una creciente polarización política que vuelve a instrumentalizar la memoria. Porque si toda la sociedad no se reconoce en el relato sobre su propia historia, y si ese relato no logra incorporar las contradicciones, las dudas y los silencios, entonces la memoria corre el riesgo de ser patrimonio de una facción y no bien común. Y sin una memoria común, no hay futuro compartido.

Un caso similar, aunque de distinta naturaleza, es el de la reivindicación de la identidad indígena en América Latina, particularmente en Bolivia. Lo que comenzó como una justa demanda de reconocimiento histórico y cultural —tras siglos de exclusión, asimilación forzada y negación del otro indígena— derivó, en muchos contextos, en una nueva forma de esencialismo. En Bolivia, el discurso indigenista oficial promovido desde el Estado durante el ciclo político del Movimiento al Socialismo no solo colocó al indígena como sujeto de moral privilegiado, sino que reescribió la historia en clave binaria: los indígenas como víctimas eternas, los no indígenas como herederos del colonialismo. En ese marco, se generó una nueva forma de segregación simbólica que reemplazó la antigua invisibilidad por una hipervisibilidad que excluye. 

Incluso el período colonial, complejo y contradictorio, fue eliminado del relato público o reducido a una caricatura de opresión absoluta, negando los mestizajes, sincretismos y formas de resistencia ambigua que también marcaron esa época. La identidad, en este caso, dejó de ser un proceso abierto de negociación cultural para volverse una frontera política. Y al convertir al “otro” —el mestizo, el urbano, el blanco, el occidental— en sospechoso por defecto, se reemplazó la antigua discriminación por una nueva forma de exclusión. La tarea pendiente sigue siendo, entonces, construir una ciudadanía intercultural donde las identidades no sirvan para excluir, sino para enriquecer lo común.

Lo que está en juego, más allá de las etiquetas ideológicas, es la supervivencia de un lenguaje común. Un espacio simbólico donde podamos reconocernos como diferentes, pero legítimos. Donde el disenso no sea sinónimo de odio. El gran reto político y cultural de nuestra era no es solo reparar heridas, sino evitar que nos definan para siempre. Porque sin un “nosotros” mínimo —frágil, discutido, pero compartido— no hay democracia posible.

Por Mauricio Jaime Goio.


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