En plena guerra ideológica, Rusia lanza una visa dirigida a quienes huyen del liberalismo occidental. No se trata solo de migración, sino de una apuesta cultural que mezcla geopolítica, valores tradicionales y propaganda.

Cuando la familia Hare aterrizó en Moscú en 2024, lo hicieron convencidos de que escapaban de una decadencia moral que ya les resultaba intolerable. Provenientes de Texas, se presentaron como “migrantes morales”, huyendo del progresismo que, según ellos, había corroído el sistema educativo, la televisión y hasta el lenguaje cotidiano en Estados Unidos. No eran los únicos. Pronto, decenas de familias comenzaron a tramitar la Shared Values Visa, una visa rusa dirigida a quienes rechazan los valores que, en su opinión, Occidente ha llevado demasiado lejos.

El término visa anti-woke”, aunque no es oficial, sintetiza con eficacia lo que busca este programa impulsado por el Kremlin desde 2024. Captar ciudadanos occidentales que se identifiquen con los valores tradicionales rusos. Una concepción heteronormada de la familia, un nacionalismo cultural fuerte y una espiritualidad ortodoxa.

Lo curioso no es solo la existencia de este visado, sino su carácter simbólico. Rusia no necesita una gran oleada de migrantes conservadores para alterar su demografía. Lo que busca es escenificar una guerra cultural en la que se posiciona como último bastión de la civilización frente a un Occidente en decadencia.

Este fenómeno no es del todo nuevo. En el siglo XX, muchos intelectuales occidentales emigraron a la Unión Soviética seducidos por la promesa socialista. En sentido inverso, hoy son los valores conservadores los que motivan el éxodo. Padres alemanes que denuncian la enseñanza de ideología de género, franceses que huyen de escuelas “multiculturales” o estadounidenses, como Derek Huffman, que soñaban con criar a sus hijas en un entorno más “sano”. Quien finalmente fue reclutado sin entrenamiento y sin salario para combatir en Ucrania. Su historia fue revelada por The Daily Beast, y su familia permanece atrapada en la burocracia rusa, sin medios de vida ni posibilidad de retorno.

Mientras Occidente se debate entre libertad de expresión, derechos civiles y polarización cultural, Rusia ofrece certezas a costa de libertades. La visa anti-woke funciona como una vitrina ideológica más que como una política migratoria masiva. Es un espejo invertido.

Desde una perspectiva histórica, la iniciativa puede leerse como una reedición de la vieja retórica soviética, solo que ahora al servicio de una causa reaccionaria. Si en el pasado la URSS era refugio de revolucionarios, hoy Rusia se presenta como guarida para quienes rechazan la modernidad progresista.

Esto se inscribe en una política cultural profunda, consolidada por el decreto presidencial de 2022 que establece la preservación y fortalecimiento de los valores espirituales y morales tradicionales rusos. A través de leyes, medios y símbolos, se ha forjado un relato que contrapone el “declive liberal” con la “salvación conservadora”.

En ese contexto, los migrantes no son individuos, son piezas propagandísticas que permiten al régimen decir “miren, incluso los occidentales buscan nuestra protección moral”. Así el Kremlin coopta el discurso de sectores de ultraderecha global para legitimarse como actor cultural planetario.

Lo inquietante del fenómeno es que redefine el sentido del exilio. Ya no se trata de huir de la persecución o la pobreza, sino del disenso cultural. Estos nuevos exiliados no buscan asilo por ser perseguidos, sino por sentirse culturalmente desplazados en sus propios países. Se trata, en última instancia, de la migración simbólica de quienes ya no se reconocen en los símbolos nacionales, ni en los valores compartidos de su sociedad.

Eso significa que la cultura ya no solo se disputa en las universidades o en los medios, sino también en los consulados. Las fronteras no se trazan solo en mapas, sino también en valores. Y es allí donde Rusia ha sido más hábil. Mientras los países liberales discuten sobre género, diversidad e inclusión, el Kremlin ofrece algo cada vez más escaso: una narrativa de orden.

Pero el precio del orden puede ser el silencio. Y si algo enseña la historia de estos nuevos exiliados es que el refugio moral prometido puede terminar siendo una trampa. Porque cuando el Estado define lo que es moral, todo disenso se vuelve peligroso. Incluso para quienes, creyéndose protegidos, cruzaron la frontera buscando solo una nueva patria para sus valores.

Por Mauricio Jaime Goio.


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