En tiempos donde líderes populistas se erigen como portavoces indiscutibles del pueblo, este artículo cuestiona esa representación. ¿Existe realmente un pueblo único que pueda ser hablado por uno solo? A través de una mirada crítica y cultural, se examina cómo el populismo fabrica identidades colectivas, simplifica el conflicto social y convierte la democracia en una ficción emocional.

Hay palabras que pesan más que otras. No por lo que muestran, sino por lo que ocultan. Y “pueblo” es una de ellas. En su nombre se hacen discursos, se ganan elecciones, se desatan guerras, se clausuran debates. Pero ¿quién es ese pueblo del que todos hablan? ¿A quién representa quien dice hablar por él?

La política contemporánea parece atrapada en una ficción democrática, donde el pueblo es más un recurso retórico que una entidad viviente. El populismo, ese fenómeno flexible y ubicuo, ha perfeccionado el arte de invocar al pueblo como un personaje épico. Una criatura pura y homogénea que ha sido traicionada por las élites y que ahora clama justicia a través de la voz de un líder. Esa voz, por supuesto, no representa al pueblo, lo fabrica.

Como mostró Ernesto Laclau en La razón populista, el populismo no encuentra al pueblo, sino que lo construye a partir de una cadena de demandas dispersas que articula bajo una misma bandera identitaria. Campesinos, trabajadores, migrantes, comerciantes informales. Todos se funden en una masa simbólica llamada «el pueblo». Y esa masa necesita un portavoz, un redentor que no solo traduzca sus anhelos, sino que hable en su lugar. Lo paradójico, y peligroso, es que cuanto más fuerte es esa voz, más silencioso se vuelve el pueblo real.

Vivimos una democracia que se parece cada vez más a una representación teatral, donde los actores recitan libretos predecibles y el público aplaude sin creer del todo en lo que ve. Lo advertía Peter Sloterdijk en su Crítica de la razón cínica. Muchas democracias se han vaciado de contenido, pero conservan su forma, como templos a los que nadie reza pero que aún inspiran respeto. El populismo aparece en ese escenario como un intento desesperado de devolver emoción al rito democrático. Pero lo hace, casi siempre, al precio de la complejidad.

Porque para que el populismo funcione, necesita enemigos claros y límites morales nítidos. El pueblo es bueno, las élites son malas. Nosotros somos la patria, ellos son la traición. No hay lugar para los matices, las dudas, las preguntas incómodas. La política se convierte en relato, en épica, en storytelling. Y la deliberación democrática, basada en la diferencia y la negociación, es reemplazada por la emoción y la adhesión afectiva.

Este proceso se ha visto con nitidez en gobiernos de izquierda y derecha: desde Hugo Chávez y Evo Morales, que construyeron el «poder popular» como encarnación del bien común, hasta Donald Trump o Jair Bolsonaro, que inventaron un pueblo auténtico supuestamente secuestrado por las élites progresistas y globalistas. En ambos casos, el resultado es el mismo. Una democracia sin pluralismo real y una ciudadanía dividida entre creyentes y enemigos.

Pero la pregunta más profunda sigue intacta: ¿existe un “pueblo” que pueda ser representado sin caer en la farsa? ¿Puede una sola voz, por más carismática que sea, hablar por millones de experiencias dispares?

La respuesta es que el pueblo no existe como totalidad unificada. Lo que hay es una sociedad plural, conflictiva, tensa, en constante cambio. Una multitud de voces, lenguas, intereses y memorias que no caben en una única categoría. Reducir esa complejidad a una identidad común es una forma de violencia simbólica, aunque venga envuelta en banderas, promesas o discursos revolucionarios.

La verdadera representación democrática no debería aspirar a la unanimidad, sino a la visibilidad del conflicto. No a borrar las diferencias, sino a permitir que se expresen sin aniquilarse. En vez de preguntarnos quién representa al pueblo, tal vez deberíamos preguntarnos cómo construir instituciones, espacios y narrativas que no necesiten fabricar un pueblo idealizado para funcionar.

En tiempos de polarización, nostalgia reaccionaria y desafección cívica, la tentación populista es enorme. Es más fácil hablar en nombre del pueblo que escucharlo. Es más rentable construir enemigos que dialogar con las diferencias. Pero si la democracia quiere sobrevivir como algo más que una ceremonia vacía, necesita ir más allá de sus ficciones. Necesita dejar de repetir «el pueblo» como mantra y empezar a pensar en ciudadanías concretas, territorios diversos, subjetividades que no se dejan representar con facilidad.

Porque el pueblo no es una bandera, ni una palabra mágica, ni una cifra electoral. Es un espejo roto. Y nadie puede arrogarse el derecho exclusivo de hablar por sus fragmentos.

Por Mauricio Jaime Goio.


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