La alianza entre Alemania e Israel, cimentada sobre el recuerdo del Holocausto y elevada a categoría de «razón de Estado», enfrenta hoy una de sus mayores crisis morales. A medida que crecen las víctimas y el hambre en Gaza, el principio que durante décadas guió la política exterior alemana comienza a tambalearse. Hay un dilema ético, histórico y político de una lealtad que, para muchos, se ha vuelto incompatible con los valores que dice proteger.
La Staatsräson, ese concepto frío y solemne que significa “razón de Estado”, se convirtió en la fórmula que ampara la política exterior alemana hacia Israel. Lo que alguna vez fue entendido como una herramienta estratégica, hoy se ha transfigurado en un compromiso moral, casi religioso. Alemania protege a Israel no por cálculo, sino porque así cree saldar una deuda con la historia. Para muchos alemanes el Holocausto es una herida que sigue abierta.
Pero esa alianza, blindada por la memoria, enfrenta su prueba más compleja en décadas. La intervención militar israelí en la Franja de Gaza ha resquebrajado esa memoria con cifras que son elocuentes. Más de 60.000 palestinos han muerto. La hambruna avanza como un virus silencioso. Las acusaciones de crímenes de guerra se multiplican. En ese escenario, ¿puede seguir Alemania defendiendo incondicionalmente al Estado de Israel? ¿Dónde termina la lealtad histórica y comienza la complicidad?
Desde el Acuerdo de Luxemburgo en 1952, cuando Alemania Federal firmó reparaciones económicas con el joven Estado de Israel, ambos países construyeron una relación de mutua legitimación. Para Israel, era una fuente de apoyo financiero y político. Para Alemania, una forma de mostrarse al mundo como nación arrepentida, reformada, digna de volver al concierto de las democracias.
Con el paso del tiempo, esa política se convirtió en un ritual. No importaba si gobernaban democristianos, socialdemócratas o ecologistas, la seguridad de Israel era una cuestión de estado. La Staatsräson pasó de ser una estrategia de gobierno a una cláusula identitaria.
Pero esa convicción, elevada a dogma, empieza a mostrar fisuras. En los últimos meses, manifestaciones a favor de la causa palestina han recorrido ciudades como Berlín, Francfort o Munich, mientras partidos de la coalición gobernante critican abiertamente las acciones del gobierno de Netanyahu. El apoyo a Israel empieza a entrar en tensión con los principios humanitarios que Alemania se jacta de defender.
El concepto de razón de Estado tiene una genealogía peligrosa. Es un principio que exime al Estado de ciertas obligaciones morales en nombre de su supervivencia. Se trata de actuar no como se debe, sino como se puede. En el caso alemán, esa razón de Estado ha sido invertida, pues no es la propia supervivencia la que guía las acciones, sino la de otro Estado.
Alemania corre hoy el peligro de repetir la vieja trampa de justificar actos inaceptables en nombre de principios inamovibles. Lo hizo en el pasado con el nacionalsocialismo, lo repite ahora con la memoria. Si el respaldo a Israel se vuelve incondicional, incluso cuando sus políticas contradicen el derecho internacional, Alemania está eludiendo su deber de juzgar, de pensar, de interpelar.
La crítica no implica negar la responsabilidad histórica. No se trata de olvidar el Holocausto ni de minimizar el antisemitismo que aún persiste en Europa. Se trata, más bien, de evitar que el pasado sea usado como escudo contra el presente. De comprender que un pacto moral no puede convertirse en una coartada diplomática.
Alemania necesita abrir un nuevo debate sobre su papel en el mundo, sobre los límites de la lealtad, sobre el lugar de la ética en la política exterior. Necesita revisar esa Staatsräson sin tabúes, sin miedos, sin dogmas. Porque si la solidaridad con Israel exige ignorar el sufrimiento palestino, se transforma en ceguera. Y lo que queda, entonces, es sólo poder sin conciencia.
Por Mauricio Jaime Goio.
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