De la épica del petróleo al contrabando invisible: así se cuenta hoy Venezuela, país de fronteras porosas y lealtades compradas, donde la coca no se produce, pero financia la supervivencia del poder y marca el destino de millones que parten.

La mejor metáfora para la historia reciente de Venezuela es asimilarla a la muerte de una estrella. De un máximo fulgor ha pasado a la penumbra, que por momentos deviene en umbría cerrada.  El país que alguna vez fue potencia petrolera, codeándose con las estrellas del firmamento energético, ha mutado en un estado marginal corroído por la corrupción, migración y narcotráfico. Entre las acusaciones de Washington y las filtraciones de inteligencia colombiana, Venezuela es signada en el escenario mundial como un “narcoestado”.  Mas no en el sentido clásico de un cártel controlando al gobierno, sino como un gobierno que, para sobrevivir, ha hecho del narcotráfico parte de su engranaje estatal.

Con una frontera de más de dos mil kilómetros con Colombia, uno de los mayores productores de cocaína del mundo, y una costa caribeña difícil de controlar, Venezuela se convirtió en un corredor privilegiado. Informes estadounidenses calculan que entre 200 y 250 toneladas métricas de cocaína pasan por territorio venezolano cada año, de un 10 a un 13 % de la oferta mundial. Puede que no sea un productor, pero es el centro de la dinámica del tráfico global. No hay jefes visibles ni organigramas oficiales, sino una red de clientelismo, lealtades compradas y corrupción institucionalizada.

Para Venezuela la cocaína es la moneda con la que se mantiene la lealtad de las élites militares y políticas. Una vía expedita para garantizar que un régimen debilitado por sanciones y crisis económica pueda seguir en pie. Así, el Estado integra el tráfico como un instrumento de gobierno. En otras palabras, la droga financia estabilidad política.

El epicentro de este entramado se ubica en la frontera con Colombia, especialmente en la región del Catatumbo. Allí confluyen plantaciones de coca, disidencias de las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y comunidades campesinas que, abandonadas por el Estado, encuentran en la hoja de coca una forma de subsistencia. De ese territorio salen cargamentos que se mueven por el río Arauca o el Orinoco hasta llegar a puertos venezolanos, donde se embarcan rumbo al Caribe, Centroamérica y, finalmente, Estados Unidos.

La frontera se ha vuelto un espacio de supervivencia cultural y legitimación de los diferentes actores que conviven en la zona y que tienen relación con la coca. Para los campesinos es el pan de cada día. Para el régimen, la materia prima que asegura su permanencia. Para los grupos armados, la fuente que financia su insurgencia. Para Estados Unidos, personaje no invitado a la fiesta, la excusa perfecta para intensificar la presión militar y diplomática.

Los norteamericanos sostienen una lucha que se desarrolla más allá de las rutas clandestinas y los puertos secretos. También se da en el campo simbólico. Estados Unidos acusa a Maduro de dirigir un cartel terrorista, mientras ofrece millones de dólares de recompensa por su captura. Maduro responde que se trata de una conspiración imperial. Ambas narrativas cumplen funciones políticas. En Washington, la imagen del “narcoestado venezolano” alimenta el discurso de seguridad nacional y justifica sanciones y despliegues militares en el Caribe. En Caracas, el mismo término sirve para reforzar la idea de una patria asediada. La droga muta a lenguaje político, un símbolo de poder.

Pero más allá de los discursos, el costo cultural es evidente. La normalización de la corrupción ha diluido la frontera entre lo legal y lo ilegal. En la vida cotidiana, la cocaína no solo destruye comunidades en Estados Unidos, está moldeando el espacio cultural venezolano. En las fronteras, ser “mula” es una alternativa frente al hambre. En los cuarteles, la lealtad se compra con dólares del narcotráfico. Y en la diáspora, millones de venezolanos cargan con el estigma de un país reducido a la caricatura de un país poblado de delincuentes y traficantes.

Venezuela y los venezolanos, en esta pasada que se ha transformado en un eje muy mediático, se juegan mucho más que el hecho de estar asociados a la red de narcotráfico a los Estados Unidos. Es la identidad de un país que pasó de soñar con modernidad petrolera a vivir bajo el estigma de ser un narcoestado. Y en esa transición, Venezuela pierde más que petróleo o democracia. Pierde la capacidad de narrarse a sí misma fuera de la lógica del crimen y la supervivencia.

Por Mauricio Jaime Goio.


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