En el verano de 1972, el mundo se paralizó para ver cómo dos hombres se sentaban frente a un tablero de ajedrez en Reikiavik, Islandia. Bobby Fischer, estadounidense, y Boris Spassky, de la en ese entonces Unión Soviética. Dos continentes, dos órbitas ideológicas, dos maneras de imaginar el futuro. La Guerra Fría había encontrado una nueva trinchera, silenciosa y cubierta de peones, torres y alfiles.
En el sur del planeta, donde las noticias llegaban con demora y siempre filtradas por la épica de las potencias, crecíamos convencidos de que nuestra infancia se jugaba en la periferia de una partida que no entendíamos del todo. Desde el “fin del mundo” mirábamos el choque de órbitas. La occidental, con su rock, sus películas y su promesa de libertad individual, frente a la soviética, con sus desfiles, su disciplina férrea y su insistencia en la igualdad colectiva. El ajedrez, que en casa era apenas un tablero cojo con piezas incompletas, se convirtió, de pronto, en el espejo de ese antagonismo.
Spassky era la criatura perfecta del sistema soviético. Formado por entrenadores, nutrido de prestigio, símbolo de la superioridad intelectual que el Kremlin buscaba mostrar. Fischer, en cambio, parecía salido de una novela norteamericana. Autodidacta, obsesivo, un lobo solitario que había aprendido a mover las piezas en Brooklyn con un tablero barato. La sala de juego en Islandia se transformó en un escenario donde la disciplina y el cálculo del Este se medían contra la paranoia genial del Oeste.
El match empezó torcido para Fischer. Perdió la primera partida por un error incomprensible y no se presentó a la segunda, ofendido por las cámaras y las luces. Parecía el fin. Pero en la tercera partida, sin cámaras, inauguró su remontada. La sexta fue tan brillante que Spassky, el enemigo implacable, aplaudió de pie. En cada jugada se respiraba algo más que ajedrez. Se trataba de un duelo de relatos.
El planeta siguió aquellas veintiuna partidas con la misma devoción con la que hoy asistimos a un mundial de fútbol. La prensa lo llamó “el Match del Siglo”. Kissinger lo miraba desde Washington, Brezhnev desde Moscú, y millones de espectadores convertían cada movimiento en noticia. El ajedrez, por primera y única vez, fue espectáculo de masas.
Cuando Fischer se coronó campeón, Estados Unidos celebró a su héroe rebelde. Pero el ajedrez no se conforma con coronas: exige sacrificios. Fischer rechazó defender su título en 1975 y se hundió en el aislamiento, como si el triunfo lo hubiera devorado. Murió en Islandia, el mismo lugar de su gloria, desconfiado y enfermo. Spassky tampoco encontró redención. Castigado por el Kremlin, terminó en el exilio y volvió a Rusia anciano, en busca de una dignidad imposible.
Yo no sabía mover las piezas entonces. Pero recuerdo el tablero polvoriento de casa, las partidas que nunca terminábamos porque siempre faltaba una pieza, y cómo en medio de esa precariedad sospechábamos que allá afuera, en Islandia, alguien estaba decidiendo por nosotros la suerte del mundo. Fischer y Spassky eran tan lejanos como los astronautas que caminaban en la luna, pero su duelo nos alcanzaba como una noticia que alteraba la rutina de una infancia sin satélites ni televisión en directo.
Reikiavik fue más que un campeonato, fue una parábola del siglo XX. Fischer y Spassky no fueron campeones, fueron banderas. Y como ocurre con las banderas, acabaron desgarrada. Medio siglo después, lo que queda no es la victoria de una ideología, sino la certeza de que la gloria puede ser tan frágil como un peón en la última fila.
El tablero quedó vacío, pero en su silencio se escucha todavía el rumor de aquella guerra sin cadáveres, donde dos hombres cargaron con las sombras de sus mundos, mientras nosotros, en la distancia, aprendíamos que la historia podía jugarse en un tablero de 64 casillas.
Por Mauricio Jaime Goio.
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