Entre los atentados del 11-S y las balaceras del narcotráfico, el miedo se ha convertido en el lenguaje común de las democracias en norte y sur. Mientras el terrorismo global y la violencia latinoamericana buscan fracturar la vida compartida, la memoria de la comunidad aparece como el acto político capaz de resistir al olvido y defender la libertad frente a la tentación del control.
El siglo XXI comenzó con la imagen de las Torres Gemelas ardiendo y derrumbándose en directo ante los ojos del planeta. El 11 de septiembre de 2001, la palabra libertad quedó subordinada a la de seguridad. Desde entonces, el hemisferio norte vive en un clima marcado por la sospecha del otro, del vecino, del extranjero. El terrorismo global, con sus ataques espectaculares, no necesitó conquistar territorios para imponer su marca. Le bastó con alterar la normalidad, con sembrar desconfianza, con quebrar los lazos invisibles que sostienen a las comunidades. La violencia no crea poder, pero destruye la confianza que lo hace posible. Y en esa fragilidad radica su fortaleza.
Tras el 11-S, la llamada guerra global contra el terrorismo prometió erradicar el mal con más violencia. Lo que siguió fueron cientos de miles de muertos, millones de desplazados y un sentimiento de derrota moral que aún pesa sobre Estados Unidos y Europa. Dos décadas después, la amenaza mutó. Ya no son los grandes atentados que paralizan ciudades enteras, sino ataques dispersos: un atropello en una calle peatonal, un apuñalamiento en un mercado, una bomba casera en el metro. Actos pequeños, casi invisibles, cuya viralidad digital multiplica su efecto. La propaganda que antes circulaba en videos clandestinos hoy se difunde en redes sociales, foros y videojuegos: el terror convertido en acto digital.
América Latina, en tanto, conoce desde hace décadas un miedo de otro rostro, pero de similar potencia corrosiva. Aquí no fueron las torres desplomándose, sino los barrios sitiados por el narcotráfico, las calles dominadas por la delincuencia armada, que enseñaron que el silencio era sinónimo de sobrevivencia. En México, en Colombia, en Brasil, la violencia del narco y del crimen organizado reconfiguró territorios enteros, sembrando miedo en la vida cotidiana. El terror latinoamericano no siempre busca la espectacularidad, sino la normalización con disparos en la esquina, extorsiones en el barrio, la corrupción que ata a la política con las mafias. Una pedagogía del miedo que convierte lo extraordinario en rutina.
Lo paradójico es que, tanto en el norte como en el sur, las democracias han respondido con la misma fórmula: más control, más vigilancia, más promesas de seguridad a cambio de libertades restringidas. En el norte, la expansión de la vigilancia digital y el fortalecimiento de los aparatos de inteligencia. En el sur, la tentación del caudillo autoritario que ofrece orden inmediato a costa de la pluralidad democrática. En ambos escenarios, el dilema es idéntico: ¿cuánta libertad estamos dispuestos a sacrificar en nombre de la seguridad?
El terrorismo global y el narco local, aunque distintos en forma, coinciden en su objetivo final, que es colonizar la esfera pública con la lógica del miedo. Y la gran trampa es que, al responder con más violencia o con más control, las democracias terminan alimentando aquello que intentan contener. La guerra contra el terror en Medio Oriente generó más radicalización. La militarización de la seguridad en América Latina no ha disminuido el poder del narcotráfico, sino que muchas veces lo ha fortalecido.
Frente a esa paradoja, lo decisivo no es únicamente cómo prevenir un atentado o un crimen, sino cómo recordar. El terrorismo busca instalar el olvido; el narco convierte el miedo en costumbre. Resistir implica narrar lo ocurrido sin caer en la lógica del odio, rescatar la solidaridad ciudadana, sostener la confianza que parece haberse perdido. La memoria no es un simple ejercicio de archivo, es un acto político, un modo de mantener abierto el espacio público, de reafirmar la pluralidad frente al silenciamiento. Allí donde el miedo busca fracturar, la memoria construye comunidad.
La gran lección, incómoda y luminosa a la vez, es que la libertad no se defiende con miedo, sino con comunidad. Que la respuesta más profunda no se encuentra en los despachos de inteligencia ni en los ejércitos desplegados, sino en las calles, en las plazas, en los gestos cotidianos donde la gente decide sostenerse unos a otros. Que el terror puede alterar la vida, pero no necesariamente determinar el futuro si existe memoria, si hay resistencia, si la política se reafirma como espacio compartido.
El verdadero campo de batalla está en nuestras ciudades, en nuestra capacidad de recordar, en nuestra voluntad de convivir después de cada golpe. Lo que define a una democracia no es la ausencia de miedo, sino lo que se hace con él: si se lo convierte en argumento para controlar o en motivo para fortalecer la vida común. En el norte y en el sur, en Europa y en América Latina, la pregunta central sigue siendo la misma: ¿dejaremos que el miedo dicte nuestras democracias o encontraremos en la memoria el camino hacia una libertad compartida?
Por Mauricio Jaime Goio.
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