El lenguaje no solo nombra el mundo: lo ordena. En cada idioma laten las estructuras invisibles de una cultura, sus mitos, sus jerarquías y sus silencios. En tiempos de uniformidad digital, el idioma se convierte en el último refugio de la diferencia, y su defensa, en una forma de resistencia cultural.
Hernán Casciari cuenta que, viviendo su exilio semi voluntario en España, hubo algo —o alguien— que lo mantuvo unido a su país cuando todo lo demás parecía volverse extranjero: Lionel Messi. No sólo por sus goles ni por su exitosa carrera en el Barcelona, sino por su forma de hablar. Aquel chico que había dejado Rosario siendo apenas un niño, que creció en Cataluña y se convirtió en ciudadano del mundo, jamás perdió el acento argentino. En su voz se proyectaba la patria intacta. Para Casciari, escucharlo era como escuchar un pedazo de Argentina que se negaba a ser traducido. Y quizá allí, en esa fidelidad al idioma, se revela que el lenguaje no solo comunica, sino que resiste. Que, en el giro particular de una palabra o en la forma de pronunciarla, puede sobrevivir una cultura integra.
El lenguaje es la primera arquitectura del mundo. Antes de los templos y las ciudades, antes de las leyes y las patrias, existe la gramática. El idioma fue el modo en que el ser humano organizó la experiencia del caos y convirtió la realidad en relato. En sus estructuras más profundas —las que no cambian, aunque cambien las palabras— se sostiene la manera en que una cultura se enfrenta al universo. Por eso, cuando un idioma desaparece, no se extingue solo una forma de hablar, sino un sistema entero de relaciones simbólicas: lógica, visión del tiempo, ética.
El lenguaje no puede ser visto simplemente como un instrumento de comunicación. Constituye una intrincada red que organiza nuestra experiencia. El antropólogo francés Claude Lévi-Strauss veía en la lengua el modelo por excelencia de todas las estructuras culturales. Las reglas del parentesco, los mitos, los rituales, todo seguía un orden que, aunque invisible, definía el modo en que los hombres hablaban su mundo. En ese sentido, el idioma es la matriz cultural más persistente que tenemos, pues cada palabra es una huella de una estructura profunda e inconsciente.
Hoy, cuando la globalización digital y los algoritmos intentan homogeneizar la manera de hablar —y, por extensión, de pensar—, la lengua reaparece como una forma de resistencia. No solo como patrimonio, sino como defensa de una complejidad cultural que se niega a ser reducida al código binario del mercado. Las lenguas minoritarias, los acentos locales, las expresiones intraducibles, son fragmentos de un orden simbólico que sobrevive al intento de uniformidad.
Por eso la resistencia cultural no comienza en la política, sino en el lenguaje. Allí, donde las palabras conservan la memoria de un modo de pensar, la cultura se defiende a sí misma. Los pueblos que mantienen viva su lengua conservan intacta su estructura simbólica, aunque el poder cambie de rostro. El idioma funciona como una gramática subterránea de la memoria. En su persistencia hay una forma de insumisión: negarse a aceptar que solo existe un modo legítimo de nombrar el mundo.
Detrás de cada relato hay una estructura que lo sostiene. Hoy, el relato dominante del mundo —el de la conectividad, la eficiencia y la transparencia digital— también tiene su gramática: la del algoritmo. Se trata de un nuevo tipo de lenguaje que traduce la experiencia humana en datos, y en ese proceso elimina todo lo que no cabe dentro de su lógica. Lo ambiguo, lo poético, lo regional, lo emotivo, quedan fuera del sistema. El idioma global de la red —una mezcla de inglés simplificado y sintaxis técnica— es la nueva lengua imperial.
Por eso la resistencia cultural no comienza en la política, sino en el lenguaje. Allí, donde las palabras conservan la memoria de un modo de pensar, la cultura se defiende a sí misma. Defender los acentos, los modismos, los giros locales, es defender una estructura simbólica alternativa. No es una cuestión de folclore, sino de supervivencia cultural. Cada lengua es un modelo distinto del mundo. Si desaparecen los idiomas, desaparecen también las posibilidades de pensar de otra manera.
El escritor y el hablante se vuelven guardianes de esa diferencia. La literatura, en particular, es el lugar donde el idioma se resiste a la simplificación. José María Arguedas, Antonio Machado, Clarice Lispector constituyen ejemplos de resistencia estructural. Prestidigitadores del lenguaje en la búsqueda de preservar el alma de su cultura.
A fin de cuentas, el idioma, en su dimensión más profunda, no pertenece al individuo, sino al grupo. Es una estructura colectiva, un sistema que vincula, separa y define. Por eso, cuando una lengua desaparece se puede considerar una catástrofe, pues no son sólo sonidos los que se pierden, sino una red entera de relaciones que organizan afectos, miedos, vínculos, jerarquías. Las culturas no mueren de golpe, pierden la gramática que las sostenía. Y la primera señal de esa descomposición es el empobrecimiento del lenguaje. Cuando las palabras pierden su espesor, cuando se vuelven reemplazables, la cultura comienza a olvidar su propio relato.
Defender una lengua no es un gesto nostálgico, sino una afirmación de autonomía. Es mantener viva la posibilidad de pensar distinto. En un mundo donde el algoritmo ordena la comunicación y el mercado define los significados, el idioma vuelve a ser el territorio más humano que nos queda. Cada palabra pronunciada en su diferencia es un acto de resistencia contra la uniformidad simbólica. Y cada lengua que persiste, aunque sea en el margen, nos recuerda que la cultura —como el lenguaje— solo vive mientras se niega a ser del todo comprendida.
Por Mauricio Jaime Goio.
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