Mientras Estados Unidos desmantela el sistema que lo convirtió en potencia científica y Europa intenta reaccionar a contrarreloj, Hong Kong emerge como el nuevo magneto global para investigadores de élite. Un enclave capitalista controlado por Pekín, donde la ciencia se combina con la diplomacia, la geopolítica y una profunda transformación cultural.

En la primera mitad del siglo XX, cuando Europa se desangraba de su elite científica que huía de los rigores totalitarios y de la guerra, Estados Unidos tomó una decisión que marcaría la civilización contemporánea: abrió sus puertas a los científicos perseguidos. Aquella corriente humana —Einstein, Fermi, Szilard, Teller, Bethe y tantos otros— no solo encontró refugio, sino una libertad intelectual innegociable, casi sagrada. En laboratorios y campus universitarios, estas mentes privilegiadas recibieron carta blanca para investigar, discutir, disentir. El resultado fue una revolución cultural, económica y científica que catapultó al país a la cúspide mundial. La física moderna, la carrera espacial, la energía nuclear, la biología molecular, la informática, todo emergió o se aceleró en ese cruce entre libertad y exilio. Estados Unidos aprendió entonces que proteger la ciencia era proteger su futuro. Y durante setenta años vivió de esa llama.

En el último año esta corriente parece haberse invertido. Hong Kong, con sus rascacielos afilados, sus mercados que no duermen y la mezcla vibrante de lujo, tradición y vértigo, ofrece una postal precisa del momento científico que atraviesa el planeta. Allí, en la antigua colonia británica, que sigue siendo puerta de entrada a China, se está jugando una partida estratégica que redefine el mapa del conocimiento global.

La ciudad busca convertirse en capital científica del mundial, y puerta de entrada del gigante asiático a la elite. Es un movimiento cuidadosamente calculado: atraer a los mejores investigadores, ofrecer sueldos astronómicos, ensayar libertades que no existen en la China continental y desplegar una infraestructura de vanguardia que combina biobancos, robótica quirúrgica y telescopios experimentales hechos con lentes de cámaras fotográficas. Todo bajo la mirada atenta de Pekín.

El ascenso de China ocurre al mismo tiempo que Estados Unidos erosiona, desde dentro, su propio sistema científico. Las políticas de Donald Trump —recortes masivos, clausura de programas, ataques a centros de investigación y vetos ideológicos— han detonado un éxodo silencioso de investigadores que buscan refugio en Europa. La desintegración del modelo que impulsó la bomba atómica, la carrera espacial y el genoma humano parece impensable, pero ocurre a diario en laboratorios paralizados, universidades que congelan matrículas y agencias en las que uno de cada cuatro empleos puede desaparecer.

Frente a esa inestabilidad, Hong Kong proyecta una imagen distinta. No es solo dinero —aunque un profesor puede ganar 14.000 euros al mes— ni solo infraestructura. Es un proyecto cultural, una manera de decirle al mundo que China no solo produce, sino que innova.

El desafío es enorme. La ciencia moderna nació del cuestionamiento. De ese gesto de irreverencia que permite que un estudiante le diga a un profesor que está equivocado. Y ahí aparece una tensión que mencionan muchos investigadores. Las tradiciones jerárquicas de la cultura china chocan con la lógica crítica occidental.

Pero es un choque productivo. China invierte con velocidad, asume riesgos que Europa evita y no parece temer equivocarse en grande. El radiotelescopio FAST —el más poderoso del planeta— no es solo un logro tecnológico, es una declaración política. Y los centros de robótica quirúrgica que prueban catéteres-robot en cadáveres o nanorrobots que disuelven coágulos en animales son parte del mismo impulso: avanzar, incluso si el camino no está del todo trazado.

Lo que se mueve no es solo talento. Lo que se mueve es la idea de progreso.
Mientras la biología estructural avanza al ritmo de China, las democracias liberales discuten sueldos, diversidad y libertad de expresión. Mientras Estados Unidos recorta, Europa duda y Hong Kong crece, la ciencia se convierte en un marcador cultural de primera línea.

En ese mapa incierto, Hong Kong ya no es solo una ciudad luminosa en fotos aéreas. Es un laboratorio civilizatorio. Un lugar donde el capitalismo se cruza con el nacionalismo de un Estado-Partido, donde la tradición convive con la robótica, y donde la ciencia se vuelve un idioma común entre culturas que desconfían unas de otras.

Quizás ahí reside la clave. La ciencia es un territorio donde el mundo todavía puede encontrarse.
Si logra sobrevivir a los recortes, a las guerras culturales y a los muros que vuelven a levantarse, tal vez pueda ofrecernos algo más que innovación. Una forma de imaginarnos juntos, en un planeta que vuelve a pensarse en varios idiomas.

Por Mauricio Jaime Goio.

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