Durante siglos, Occidente edificó un modo de vida sobre la ficción de que mente y cuerpo eran mundos separados. Hoy, la ciencia desmonta ese mito y expone sus costos culturales: el sedentarismo como norma, la introspección inmóvil como dogma y un yo escindido que enferma. Este artículo explora cómo recuperamos, al movernos, una antigua verdad: que el cuerpo piensa.
Cada vez que nos movemos desencadenamos un diálogo químico que une a los músculos con el cerebro. Estudios científicos han identificado a las vesículas extracelulares como las protagonistas de este intercambio. Son pequeñas partículas que viajan por la sangre llevando mensajes capaces de estimular la neurogénesis en el hipocampo, la zona que custodia nuestra memoria. Lo fascinante es que, al inyectar estas vesículas provenientes de animales entrenados en ratones sedentarios, el cerebro de estos últimos comenzó a generar nuevas neuronas como si también hubieran corrido kilómetros. La vieja intuición de que el movimiento despierta la mente adquiere ahora un espesor molecular que revelaría una arquitectura secreta de cooperación entre las células.
Más allá del hallazgo científico, lo que se insinúa es un giro cultural. Entender que mover el cuerpo no es solo entrenar el músculo, sino activar un ecosistema interno que mantiene nuestra creatividad, nuestro ánimo y nuestra salud mental. Aún quedan preguntas abiertas, pero el mensaje es claro: cada paseo cotidiano contribuye a mantener joven el cerebro. En un futuro no tan distante, estas vesículas podrían incluso convertirse en terapias para quienes no pueden ejercitarse.
Durante siglos, Occidente ha vivido bajo el influjo de una ficción peligrosa: la separación cartesiana entre cuerpo y mente. Una idea tan exitosa que se volvió invisible, incrustada en la educación, en la medicina, en la ética personal, en la forma misma en que nos contamos. Vivimos como si la mente fuese un pájaro y el cuerpo solo la jaula.
La ciencia contemporánea ha empezado a mostrar que esta frontera fue una invención cultural. Nunca fue como nos lo narraron. Lo que llamamos “cerebro” —ese altar moderno del yo— no vive aislado en su torre de cráneo. Recibe señales químicas, adapta su arquitectura, genera neuronas nuevas cuando se lo provoca. El cuerpo piensa. El cuerpo recuerda. El cuerpo corrige. Esa constatación científica, profundamente material, nos obliga a revisar las metáforas culturales que nos moldean.
La sentencia “mens sana in corpore sano”, repetida hasta el agotamiento en gimnasios, discursos escolares y manuales de autoayuda, nunca quiso decir lo que hoy decimos con ella. Se le atribuye al poeta romano Juvenal, quien la escribió en clave de plegaria: pedir a los dioses un espíritu equilibrado en un cuerpo saludable. Con el tiempo, Occidente la transformó en un mandato higienista que separa mente y cuerpo, como si uno fuese maestro y el otro sirviente. No se trata de tener un cuerpo “a tono” para que la mente funcione. Se trata de que la mente es un producto del cuerpo, un proceso enredado en la fisiología, modulado por el movimiento.
La obsesión occidental por separar alma y cuerpo no es universal. En numerosas cosmologías indígenas, amerindias y orientales, el pensamiento, la emoción, la memoria y el cuerpo forman una trama indisoluble. No hay “dentro” ni “fuera”, no hay un yo suspendido sobre su soporte biológico. Las personas son procesos, no compartimentos.
La modernidad elevó al individuo sedentario como figura central: el estudiante inmóvil, el oficinista frente al computador, el intelectual que piensa quieto, el lector que se olvida de que tiene piernas. Nuestro modo de vida está diseñado para que la mente “funcione” y el cuerpo “acompañe”, comprimido en sillas, vehículos y rutinas laborales. Hemos domesticado al cuerpo para que moleste lo menos posible. Si duele, lo medicamos. Si protesta, lo silenciamos.
La evidencia científica que muestra cómo la actividad física rejuvenece el cerebro no solo desmiente esa visión, la vuelve absurdo histórico. El cuerpo no es la sombra de la mente. Envejecer no es solo un proceso mental, es también un proceso muscular, vascular, bioquímico.
Moverse, en este contexto, deja de ser una recomendación saludable para convertirse en un ritual de reunificación. Salir a caminar, trotar, nadar o subir escaleras deja de ser un acto mecánico para convertirse en una forma de reconciliar aquello que nunca debió separarse. Al movernos desafiamos el mito moderno del sujeto sentado. Significa que la introspección también puede ocurrir en movimiento. Que pensar no es una actividad inmóvil. Que el bienestar emocional no se cocina solo en la cabeza.
¿Por qué es peligrosa la separación cartesiana? Porque nos hizo creer que los males del alma pueden tratarse sin tocar el cuerpo, y que los males del cuerpo no afectan el ánimo. Nos hizo construir sistemas de salud fragmentados, políticas públicas rígidas y vidas donde la quietud es la norma.
Esa ficción está en el corazón del sedentarismo contemporáneo, de la ansiedad crónica, del estrés sostenido, del aislamiento físico que experimentan millones de personas. La ciencia no solo demuestra que esa separación es falsa, demuestra que es dañina.
Hoy sabemos que la mente sufre con el cuerpo, y que el cuerpo se ilumina con la mente. Separarlos fue siempre un error, pero un error útil: ordenó el mundo moderno. Desarmarlo, en cambio, es una tarea lenta, pero liberadora.
Por Mauricio Jaime Goio.
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