En un mundo donde la corrupción estatal se ha vuelto paisaje, la generación Z está reescribiendo las reglas del descontento. Con una ética marcada por la transparencia, una sensibilidad global y un cansancio heredado, millones de jóvenes están impulsando una rebelión cultural que desborda fronteras, instituciones y viejas certezas. ¿Qué significa este alzamiento para el futuro de nuestras democracias?

La Generación Z lleva en su nombre una marca que, a mi generación, le hace mucho sentido. La “Z” del Zorro, aquel justiciero de la serie televisiva de Disney de la década de los 60 del siglo XX, que no peleaba por destruir un orden social, sino por desenmascarar a los corruptos que lo secuestraban desde adentro. Algo similar ocurre hoy con millones de jóvenes en todo el mundo, que misteriosamente parecen coordinarse a nivel global. No buscan dinamitar la sociedad, sino liberarla del peso muerto de las instituciones capturadas, de la burocracia que se protege a sí misma, de la corrupción estatal que convierte el Estado en su propio enemigo. Como el Zorro, actúan rápido, desde múltiples frentes, con una mezcla de astucia, rabia heredada y una ética que no tolera el abuso. Y en esa letra que comparten —esa Z que corta el aire como gesto de desafío— ponen su rúbrica en este primer cuarto del siglo XXI. Una generación que llegó no para destruir el mundo, sino para obligarlo, al fin, a rendir cuentas.

La generación Z, nacida entre finales del milenio y los primeros años del siglo XXI, ha irrumpido en la escena pública con una actitud que desafía el pacto silencioso que durante décadas mantuvo a millones de jóvenes al margen de la política. Una generación, marcada por la inmediatez y la hiperconectividad, que ha decidido dejar de mirar hacia otro lado ante la corrupción estatal, un fenómeno que, lejos de ser una anomalía, se ha convertido en parte estructural del sistema en muchos países.

A diferencia de los movimientos juveniles del pasado, que se articulaban en torno a manifiestos impresos y asambleas multitudinarias, la rebelión de la generación Z se basa en una sensibilidad compartida y en una desconfianza visceral hacia las instituciones que se escudan en el secreto, la burocracia interminable o el abuso disfrazado de formalidad. Para estos jóvenes, la corrupción no es solo un expediente judicial ni un escándalo pasajero. Es una violencia emocional que afecta su forma de vivir y de relacionarse con el mundo.

El fenómeno es global. En Lagos, Hong Kong, Santiago, Teherán o Quito, se repite el mismo guión: jóvenes que crecieron viendo cómo los Estados se blindan, cómo los funcionarios se protegen entre sí y cómo la democracia puede convertirse en un decorado tras el cual circulan dinero, influencia e impunidad. Frente a este panorama, la generación Z responde con una mezcla de fragilidad y determinación, como si supieran desde pequeños que no pueden permitirse el lujo de la paciencia.

Uno de los rasgos más distintivos de esta generación es su ética de la transparencia. Educados en la cultura de la inmediatez, donde todo se comparte y se expone al instante, la opacidad les resulta ofensiva, casi anticultural. Por eso, sus demandas no pasan por grandes reformas ideológicas, sino por la exigencia de claridad, datos y procesos abiertos. No buscan héroes, sino instituciones reparables.

Esta ética no surge de una doctrina ni de un libro, sino de una práctica cotidiana: grabar, compartir, denunciar, archivar. Un ejemplo claro es la viralización de vídeos en los que se documentan abusos policiales o negociaciones secretas de funcionarios. Basta con que un estudiante grabe una represión y el vídeo puede cruzar continentes en segundos. Un ministro negocia en secreto y, antes de que los periódicos confirmen el rumor, un adolescente lo expone en TikTok. Para la generación Z, la corrupción es solo una agresión directa a su dignidad y a su futuro.

Durante años se les acusó de vivir encerrados en sus pantallas, incapaces de mantener una conversación profunda o de comprometerse a largo plazo. Sin embargo, sorprendieron al mundo ocupando calles enteras en Hong Kong, exigiendo justicia por Mahsa Amini en Irán o marchando masivamente en América Latina contra gobiernos que parecían inmunes a la crítica. Para ellos, la red y la calle forman parte del mismo territorio vital. La protesta puede empezar en un grupo de whatsapp, coordinarse en Instagram y ejecutarse en una plaza. Cuando llega la represión, la indignación vuelve a la pantalla y se globaliza. Es un circuito continuo, casi imposible de pesquisar y controlar.

Detrás de la rabia hay un cansancio profundo. Esta juventud ha crecido bajo la sombra de crisis encadenadas —económicas, climáticas, sanitarias— que han erosionado la fe en los adultos. Para muchos, la corrupción estatal es el símbolo más claro de ese deterioro. Es la prueba de que quienes deberían cuidar el futuro están demasiado ocupados protegiéndose a sí mismos. Además, la generación Z ha visto a sus padres adaptarse, resignarse y normalizar el abuso porque no había alternativa. Familias endeudadas, gobiernos que prometieron cambios y se hundieron en escándalos, congresos incapaces de mirarse al espejo. Un paisaje emocional que ha forjado en ellos una intolerancia radical hacia la corrupción. Y esa intolerancia, cuando se organiza, puede convertirse en movimiento.

Es conflicto generacional. Se enfrentan dos maneras de estar en el mundo que ya no coinciden: un Estado que aún habla en boletines impresos y una generación que habita la simultaneidad. Cuando no hay un lenguaje común, la legitimidad institucional comienza a resquebrajarse.

Hasta el momento esta rebelión cultural no ha logrado transformarse en un proyecto político duradero. La generación Z no cuenta con un programa sistemático ni una ideología unificadora. Pareciera que tampoco les interesa. Son más proclives a mostrar que a hacer. Pero es indudable que demuestran una sensibilidad compartida en torno a la transparencia, el cuidado colectivo y la sospecha hacia las élites que se blindan. Y, en un mundo fatigado, ya es una forma de liderazgo. Una generación que desnaturaliza la corrupción, sacando a la luz lo que antes se callaba y obligando a los Estados a defenderse en público.

Quizá aún no tengan todas las respuestas, pero al menos formulan las preguntas correctas. Es la generación que dejó de mirar hacia otro lado.

Por Mauricio Jaime Goio.

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