Entre un padre y una tía que desafían el tiempo con dignidad, y un nieto que corre hacia el futuro sin mirar atrás, este artículo habla sobre ese territorio silencioso y fértil de quienes son puente entre generaciones. Un espacio donde la memoria y el descubrimiento conviven, revelando que acompañar es una de las formas más hondas de entender la condición humana.
Todas las mañanas mi vida se despliega como un largo corredor silencioso, con dos puertas abiertas a los extremos. Una conduce al último andén de un viaje largo y sabio, la otra al primer tramo de un camino recién estrenado. En el centro de ese corredor estoy yo, testigo y habitante de un territorio intermedio. Observo a mi padre, de 95 años, y a mi tía, de 94, levantarse con la dignidad paciente de quienes han aprendido que el cuerpo se debe tratar con respeto. Al mismo tiempo, las tardes de sábado y domingo, visito a mi nieto de siete años, el que corre por la casa y las calles de su barrio, explorando el mundo como si fuera un laboratorio abierto, lleno de ecuaciones invisibles y misterios diminutos por resolver.
A tiempo parcial soy cuidador de mi padre y mi tía. Ser cuidador es, en realidad, un decir. No se cuida a quienes han sobrevivido casi un siglo, conservando convicciones, superando las pérdidas y cuidando con fiereza sus recuerdos. Ellos no buscan amparo, buscan compañía. Una diferencia sutil, pero profunda. Con mi nieto ocurre lo opuesto. Ahí sostengo, acompaño, explico, traduzco. No cuido, disfruto. Y entre ambos extremos —el ocaso y el amanecer— se construye un territorio que, sin haberlo elegido, he aprendido a habitar y, finalmente, a agradecer.
Convivir con mis mayores me ha enseñado que la vejez no es un derrumbe, como suele retratarla la cultura contemporánea, sino un modo de persistir. Cada mañana veo en ellos un gesto que roza lo heroico: levantarse. Es un acto simple y natural para cualquiera, salvo para alguien cuyo cuerpo lidia tanto con la gravedad como con el peso de los años. Pero ellos no se quejan. No reniegan contra el tiempo. Lo aceptan, lo reconocen, pero no se rinden ante él. Una postura en la que hay una gran enseñanza. La de quienes saben que el tiempo es una franja estrecha y limitada, en la que cada paso importa.
En las culturas tradicionales los abuelos son guardianes de la memoria colectiva, el ritmo de los ciclos y la certeza de que la vida es un tejido, no una línea recta. En la vida cotidiana, su sabiduría se filtra de manera sencilla. Puede ser un comentario sobre alguien que ya no está o un recuerdo de una crisis económica de hace medio sigloo una anécdota que parece insignificante pero que guarda la estructura completa de otra época.
Mi padre y mi tía conservan algo que es esencial: el espíritu. No en el sentido místico, sino como una disposición vital. La capacidad de levantarse aun cuando el cuerpo no acompaña; de reír incluso cuando la memoria juega malas pasadas; de obedecer a la rutina como quien se aferra a una cuerda invisible.
En el otro extremo de la existencia mi nieto. Un chico inquieto, curioso, con una vocación científica heredada de su padre. En él todo es crecimiento, expansión, asombro. Vive en un estado casi permanente de descubrimiento. La vida, desde su perspectiva, es infinita. No concibe el límite, no sospecha el final. El tiempo es un bien abundante, casi derrochable.
Esa relación con el tiempo es biológica, pero también cultural. La infancia siempre ha sido el lugar donde las cosas recién toman forma, donde el lenguaje se expande, donde se aprende el peso del mundo a través del juego. En los primeros años, cada día suma conexiones neuronales, palabras nuevas, temores desconocidos. El cuerpo y la mente están configurados para crecer, no para conservar.
La diferencia es abismal y hermosa. Mientras mis mayores economizan energía, mi nieto la gasta sin medir; mientras ellos recuerdan, él inventa; mientras ellos reducen, él amplifica. Son movimientos opuestos pero complementarios dentro de la misma curva vital.
Estoy en medio, entre quienes se van y quienes llegan. Entre quienes ya saben que el tiempo se estrecha y quien aún cree que es una avenida infinita. Un intersticio que me obliga a mirar la vida como un continuo. Soy puente, lo que me permite ver con claridad la fragilidad compartida de los dos extremos. Mi nieto no sabe que es frágil; mis mayores no olvidan que lo son.
Estando en el medio uno aprende a hacerse preguntas que todos deberíamos hacernos. ¿Qué transmito? ¿Cómo acompaño? ¿Cómo cuido sin invadir y sin desaparecer? ¿Qué relato dejo en este tránsito?
Las sociedades modernas, tan concentradas en la productividad, han diluido este lugar. Delegan la vejez a instituciones y la infancia a agendas saturadas. Por eso me siento un privilegiado. Tengo delante de mí un paisaje humano que pocas veces coincide en la vida cotidiana.
Estar en medio es, finalmente, ser testigo. Y ser testigo implica una responsabilidad silenciosa: cuidar el arco completo de la vida, no solo un extremo. Conservar la memoria sin volverla museo. Y acompañar la infancia sin convertirla en ansiedad.
Por Mauricio Jaime Goio.
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