Tratar el ejercicio como un fármaco no es solo una propuesta médica. Es, ante todo, un giro cultural que redefine la relación entre cuerpo, longevidad y sentido de la vida en sociedades que aprendieron a vivir cada vez más tiempo, pero no necesariamente mejor.
Durante décadas, la medicina moderna nos enseñó a confiar en la promesa de la corrección: una pastilla para el dolor, otra para la presión, otra para dormir. El cuerpo fue entendido como una máquina sofisticada que podía ser ajustada. Hoy ese relato comienza a resquebrajarse. La creciente evidencia científica que propone tratar el ejercicio físico como un fármaco plantea una pregunta profundamente cultural: ¿qué significa vivir bien cuando vivir más ya no es el principal desafío?
La longevidad dejó de ser una excepción para convertirse en norma. Nunca antes tantas personas alcanzaron edades avanzadas. Pero ese triunfo estadístico convive con la paradoja de que más años no siempre implican más vida. Fragilidad, dependencia y deterioro funcional acompañan con frecuencia ese tiempo extendido. En este escenario, el ejercicio emerge como una herramienta para alcanzar el bienestar, como una intervención estructural capaz de modificar el modo en que envejecemos.
Hablar del ejercicio como medicina implica que el cuerpo deja de ser un receptor pasivo de tratamientos para convertirse en un agente activo de su propio cuidado. Esta idea choca con una cultura profundamente medicalizada, donde la salud se delega casi por completo a expertos, fármacos y tecnologías. Moverse, en cambio, exige participación, constancia y responsabilidad. No se puede tercerizar.
La resistencia cultural a esta propuesta es comprensible. Las sociedades contemporáneas fueron diseñadas para reducir el esfuerzo físico al mínimo. Ascensores, automóviles, pantallas y automatización prometen comodidad y eficiencia. En ese contexto, el sedentarismo no es una falla individual, sino una consecuencia lógica del entorno. Pedirle al cuerpo que envejezca con salud sin modificar esa arquitectura cultural es una forma de autoengaño.
Durante años, el ejercicio fue relegado al ámbito del ocio o de la estética. Se asoció al deporte competitivo, al culto al cuerpo o a la juventud. Rara vez se lo pensó como una herramienta central de salud pública. La educación física misma fue tratada como una asignatura secundaria, prescindible, más cercana al recreo que al conocimiento. Esta jerarquía cultural explica, en parte, por qué seguimos privilegiando la píldora antes que el movimiento.
Hoy se habla de funcionalidad, autonomía, calidad de vida. En ese giro, el ejercicio aparece como una tecnología ancestral que nunca dejó de estar disponible. Caminar, levantar peso, mantener el equilibrio no son innovaciones, son prácticas humanas básicas que, paradójicamente, tuvimos que redescubrir desde la ciencia para volver a tomarlas en serio.
Esta perspectiva también interpela la narrativa dominante del anti aging. La industria de la longevidad promete juventud prolongada, suplementos milagrosos y soluciones rápidas. Frente a ese imaginario, el ejercicio propone una ética distinta, menos espectacular y más honesta. No promete detener el tiempo, sino acompañarlo mejor. No ofrece inmortalidad, sino capacidad de seguir funcionando. Levantarse solo, caminar sin miedo, sostener el propio cuerpo.
Desde una mirada cultural, el buen vivir implica una relación equilibrada con el cuerpo, el tiempo y la comunidad. Prescribir ejercicio es una invitación a reorganizar la vida social. Requiere ciudades caminables, espacios públicos seguros, tiempos menos fragmentados, una educación que reconozca al cuerpo como lugar de aprendizaje y no como simple soporte de la mente.
La noción de prehabilitación , preparar el cuerpo antes de que aparezca la enfermedad, refuerza esta idea. No esperar a que el daño sea irreversible, sino fortalecer anticipadamente la capacidad funcional. Es una lógica preventiva que cuestiona la medicina reactiva y propone una ética del cuidado sostenido
Moverse deja de ser una recomendación saludable para convertirse en una forma de estar en el mundo. En esa decisión cotidiana, silenciosa y persistente, se juega una de las transformaciones culturales más relevantes del siglo XXI.
Por Mauricio Jaime Goio.
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