En una época que se proclama racional y científica, resurgen creencias que desafían toda evidencia. Lejos de ser simples excentricidades, estas narrativas revelan la necesidad cultural de dotar de sentido a un mundo cada vez más abstracto, incierto y difícil de habitar.

La incredulidad se ha transformado en un gesto recurrente en el siglo XXI. Cada tanto los medios destacan a alguien que afirma que las vacunas implantan microchips o que fuerzas ocultas gobiernan el mundo o que los fantasmas rondan nuestras noches. En un mundo tan conectado, con un gran acceso a la información, ¿cómo es posible que persistan creencias que contradicen el conocimiento científico más elemental? 

Quizás no se trata de responder al por qué la gente da fe de lo increíble, sino de por qué seguimos pensando que la racionalidad moderna ha erradicado el mito. La historia cultural de la humanidad sugiere que las sociedades no abandonan las creencias, las transforman. Y en ese proceso, las nuevas mitologías cumplen funciones tan profundas como las antiguas.

La experiencia cotidiana, por definición, no es científica. Frente al registro de nuestros sentidos, la ciencia aparece como un saber mediado, técnico, distante. No siempre logra imponerse como evidencia emocional. La convicción no nace de ecuaciones astronómicas, sino de la experiencia directa, de lo que nuestras vivencias nos dictan. Y esa experiencia, compartida y reforzada por una comunidad, se convierte en certeza.

Durante siglos, los mitos han sido sistemas sofisticados para ordenar una realidad fragmentaria y, muchas veces, amenazante. La modernidad creyó haber sustituido esos relatos por la razón científica, pero lo que hizo fue desplazar el problema, no resolverlo. Hoy, las llamadas “creencias extraordinarias” funcionan como mitologías contemporáneas. No compiten realmente con la ciencia, cumplen otra función. Actúan restituyendo sentido y agencia en un mundo que, por momentos, nos parece ilegible. No es ignorancia, sino el cerebro humano dando forma y causa a aquello que irrumpe sin explicación. Es una interpretación, que compartida socialmente se transforma en creencia. El auge de fake news, la desconfianza en las vacunas o la creencia en élites secretas que manipulan la realidad no son simples desvaríos, sino respuestas simbólicas a la ansiedad y la falta de control.

La paradoja es que la modernidad, al presentarse como un régimen puramente racional, se vuelve incapaz de reconocer sus propias creencias. Confía ciegamente en la técnica, en el progreso, en la neutralidad de la información, sin advertir que estos también son relatos culturalmente situados. Cuando esas promesas fallan —cuando la ciencia no ofrece respuestas inmediatas, cuando la política decepciona, cuando la tecnología genera más ansiedad que bienestar— el terreno queda fértil para nuevas mitologías.

El miedo, la ansiedad y la necesidad de pertenencia refuerzan la adhesión a ciertos relatos. Las comunidades que se forman en torno a creencias extraordinarias no solo comparten ideas, sino también afectos, rituales y una identidad común. Se creen porque se viven.

El problema, entonces, no es la existencia de creencias extraordinarias, sino la falta de una conversación cultural honesta sobre ellas. La burla y la censura no hace más que reforzar el aislamiento y la radicalización, porque confirman la idea de que existe un saber oficial que oculta la verdad. En cambio, una mirada cultural permite comprender sin justificar, explicar sin ridiculizar.

No se trata de renunciar a la defensa del conocimiento científico ni de relativizar los daños que puede causar la desinformación. Se trata de reconocer que el ser humano no vive solo de datos verificables, sino de relatos que hacen habitable la experiencia. Mientras no asumamos esa dimensión simbólica, seguiremos sorprendidos y escandalizados por creencias que, en el fondo, hablan menos de ignorancia que de una profunda necesidad de sentido.

Por Mauricio Jaime Goio.

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