En tiempos de algoritmos y sobreinformación, la palabra hablada vuelve a ocupar un lugar central. Entre pódcast, narradores, slams de poesía y stand up, la voz resucita como territorio de comunidad y resistencia cultural.
La oralidad fue la primera gran biblioteca del mundo. Antes que existiera la escritura, ya circulaban mitos, cantos, genealogías y relatos que organizaban la vida en común. Palabras dichas al calor de una fogata o en medio de un ritual, cargadas de intención, buscando conservar la memoria. Lo oral, en su aparente fragilidad, tenía una fuerza irrefutable: vivía en la comunidad, se repetía y se transformaba, se adaptaba sin perder su sentido.
La oralidad nunca desapareció, aunque entró en una especie de sopor, que llamó a muchos a darla por muerta. Durante siglos se pensó que el libro, el documento y el archivo eran las únicas garantías de verdad. La cultura moderna colocó la escritura en un pedestal, y la palabra oral quedó reducida a lo efímero, a lo que no deja huella.
Pero en el siglo XXI la oralidad volvió a reclamar su espacio. Y lo hizo con fuerza, no como un vestigio arcaico, sino como una forma contemporánea de producir sentido. Lo vemos en el boom de los pódcast (Spotify, Apple Podcasts), en la expansión de los narradores en vivo, en el stand up que llena teatros, en los slams de poesía que convocan multitudes jóvenes.
Todo esto responde a una necesidad humana elemental de escuchar y ser escuchados. Los mitos circulaban de boca en boca porque ordenaban el caos. Hoy, en medio de la saturación informativa digital, la voz vuelve a cumplir esa función: darle forma a la incertidumbre.
Lo fantástico de la oralidad radica en los gestos, pausas, silencios, respiración. Cada entonación tiene un valor simbólico que la escritura mecanizada pierde. En un mundo saturado de mensajes instantáneos y textos automáticos, la voz recupera su fuerza cultural.
Escuchar a alguien contar una historia nos recuerda que la comunicación humana no es solo decir, sino también sentir. En esa pausa mínima, en el temblor de una palabra o en el silencio cargado de expectativa, ocurre algo que ningún algoritmo puede reproducir: la creación de un vínculo humano.
Toda cultura escrita sigue siendo oral en su raíz. La voz nos conecta con la corporalidad, con lo ritual, con la experiencia compartida. Por eso la oralidad es una forma de estar en el mundo.
Un podcaster puede tener más influencia que un editorialista, y un narrador. Emociona más que un ensayo académico. Así el narrador se convierte en una figura esencial, aquel que transmite experiencia, no sólo información. En medio del pandemónium digital, indudablemente la narración oral constituye un acto de resistencia cultural.
El renacer de la oralidad no significa la muerte de la escritura. Tampoco es nostalgia. Lo que emerge es una construcción híbrida en la cual lo escrito, lo digital y lo oral conviven. La palabra hablada ya no se transmite solo en la plaza o alrededor de una fogata, sino también en un archivo de audio que viaja en WhatsApp o en un live de Instagram.
La oralidad del siglo XXI se mueve en plataformas globales, pero conserva el pulso de la comunidad. Un joven puede escuchar en su teléfono un relato grabado por un narrador mapuche en Temuco o un cuento afrocubano subido a YouTube. Lo oral se digitaliza, pero no pierde su esencia.
El gesto cultural permanece pues seguimos buscando comunidad en la voz del otro. En tiempos de sobreinformación, la oralidad nos recuerda que las historias se guardan en la memoria compartida de quienes se atreven a contarlas.
Lo importante es constatar que la oralidad sólo estaba esperando su momento para volver a ocupar el lugar que le pertenece: recordarnos, con voz humana, que seguimos siendo una comunidad hecha de historias.
Por Mauricio Jaime Goio.
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