Cada época define la inteligencia según sus necesidades. La nuestra la convirtió en una herramienta de dominio, una obsesión por medir y clasificar. Pero quizás la inteligencia, más que un atributo del cerebro, sea una forma de adaptación cultural: la manera en que una sociedad se relaciona con su entorno para sobrevivir.

Hay algo profundamente erróneo en la manera en que hemos concebido la inteligencia. Durante siglos se ha confundido con instrucción, como si el conocimiento acumulado fuera sinónimo de lucidez. Pero la inteligencia no es una biblioteca ni un archivo de fórmulas memorizadas. Es la capacidad de leer el mundo sin intermediarios, de advertir el sentido oculto de las cosas. Lo mismo ocurre con la cultura, a la que hemos reducido a un cultivo de erudición, cuando en realidad debería ser una forma de sensibilidad, una manera de interpretar la experiencia humana. Ambas —inteligencia y cultura— se han convertido en privilegios de quienes tuvieron acceso a las aulas, cuando en realidad son dones que nacen de la observación, la curiosidad y la duda.

Y, sin embargo, vivimos en una época que presume de saberlo todo, mientras ha perdido lo esencial: el pensamiento propio. Hay más datos que nunca, pero menos criterio. La inteligencia —esa forma de libertad que consiste en no aceptar lo dado como definitivo— se desvanece en una sociedad que prefiere las respuestas automáticas, las fórmulas cómodas, los algoritmos que deciden por nosotros. No se trata de una carencia de instrucción, sino de una renuncia a la autonomía. Hemos construido una cultura que reemplaza el juicio por la obediencia, el discernimiento por la repetición, y donde pensar por cuenta propia parece, cada vez más, una peculiaridad.

La definición de inteligencia siempre va a correr por el derrotero cultural, y no siempre significó lo mismo ni sirvió a los mismos fines. En el mundo moderno, herencia del racionalismo y del capitalismo industrial, la inteligencia se ha convertido en la medida suprema del valor humano. Ser inteligente es saber resolver problemas, dominar la lógica, anticipar resultados. Pero esa definición no es neutra, es el refleja de la sociedad que la definió, una sociedad que premia la competencia, la eficiencia y el control.

Toda idea sobre la mente humana está condicionada por las estructuras materiales que la producen. La inteligencia, entendida como capacidad de cálculo y razonamiento abstracto, es el reflejo de una economía que privilegia la racionalidad técnica sobre la experiencia comunitaria. Por eso, nuestras pruebas de inteligencia no miden la mente, sino la adaptación al modelo cultural que las diseñó.

Durante más de un siglo, el pensamiento occidental intentó medir la inteligencia como quien mide la altura o el peso, mediante test, coeficientes, escalas. Clasificamos cerebros como se clasifican máquinas. Una obsesión por cuantificar el pensamiento, reduciendo la complejidad de lo humano a un número. Como si la mente pudiera ser un instrumento de laboratorio, aislado de la historia, del cuerpo y del entorno que la moldean.

Las culturas tradicionales nunca separaron la mente del entorno. Los pueblos sabían que pensar era también escuchar. La sabiduría no estaba en la cabeza, sino en la relación entre los cuerpos, las plantas y los ciclos naturales. La inteligencia, para ellos, no se medía, se cultivaba.

Desde esta perspectiva la inteligencia no es una sustancia interna, sino una estrategia de adaptación cultural. Cada sociedad define la forma de pensar que necesita para sostener su modo de vida. En una economía cazadora-recolectora, ser inteligente era anticipar la lluvia o seguir la huella de un animal, en la sociedad industrial será manipular símbolos, dominar algoritmos, administrar datos. Y en cada caso la inteligencia es una herramienta de supervivencia.

La paradoja es que nuestra inteligencia moderna, la que nos permitió crear tecnología y ciencia, se volvió incapaz de sostener la vida que la hizo posible. El planeta se calienta, los ecosistemas colapsan, y sin embargo seguimos llamando “inteligente” a un modelo que destruye su propio hábitat. Enfrentamos una crisis de adaptación cultural, un desfase entre nuestra infraestructura tecnológica y nuestra capacidad simbólica para mantenerla en equilibrio.

El pensamiento moderno confundió inteligencia con control. Creyó que comprender el mundo era dominarlo, que conocer era poseer. Pero como advertía Gregory Bateson, al separar la mente de la naturaleza, perdimos la “mente total”. Ese sistema de retroalimentación que une a los seres vivos con su entorno. Desde entonces, actuamos como una especie que razona mucho y comprende poco. Inteligente, desde su propia definición. Pero definitivamente torpe desde el punto de vista adaptativo.

Se nos enseñó a competir, a optimizar, a consumir más rápido. Nuestra inteligencia funciona como una máquina: procesa, predice, acumula. Sin embargo, carece de lo que los pueblos antiguos entendían como sabiduría: la conciencia de pertenecer a un ciclo más grande. Visto desde fuera somos una gran contradicción. Una cultura con un alto coeficiente intelectual y una bajísima capacidad de empatía planetaria.

Repensar la inteligencia no es un problema de psicología, sino de cultura. No se trata de redefinir el coeficiente intelectual, sino de preguntarnos qué tipo de inteligencia puede sostener la vida en un planeta finito. Quizás la inteligencia no deba definirse por su capacidad de resolver problemas, sino por la de mantener los equilibrios. Un ser vivo es inteligente cuando su acción contribuye a hacer viable el sistema que lo sostiene.

La Tierra, en este sentido, también puede considerarse un ente pensante. No con neuronas, sino con ciclos. Lo advirtieron Lovelock y Margulis con la hipótesis de Gaia: la biosfera se autorregula como un gran organismo. La vida produce las condiciones para su propia persistencia. Cuando el oxígeno se volvió veneno, inventó una forma de respirarlo. Cuando el sol amenaza con incendiarla, la atmósfera la protege. La inteligencia, entonces, no debe ser considerada privativa del ser humano, lo incluye.

Quizás la tarea más urgente de nuestra época sea recuperar esa memoria. Volver a pensar no desde la cabeza aislada, sino desde el cuerpo que siente y el planeta que respira. Porque la inteligencia, si quiere seguir llamándose humana, tendrá que aprender de nuevo a fluir.

Por Mauricio Jaime Goio.


Bolivia: Agenda de Natura Tours (turismo alternativo) para octubre y Todos Santos:


✅ Tour a Roboré (25-26 de octubre)
✅ Ruta del Café en El Torno y Samaipata (26 de octubre)☕
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✅ Tour en el Flotel Reina de Enín (del 31 de octubre al 2 de noviembre) 🛶
✅ Todos Santos en San Ignacio de Moxos (del 31 de octubre al 2 de noviembre) 🕯
✅ Todos Santos en las Misiones Jesuíticas de Chiquitos (Del 1 al 3 de noviembre) ⛪
✅ Tour a la Reserva de Vida Silvestre Tucabaca (Del 1 al 3 de noviembre) 🌳💦
✅ Todos Santos en el Infierno Verde (del 1 al 3 de noviembre ) 🔥
✅ Tour a Camiri y Cuevo (1-3 de noviembre) 🎻
✅ Tour a Samaipata, Postrervalle y Mairana (del 1 al 3 de noviembre) 🍓
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Cualquier duda o consulta que tenga, nos puede contactar directamente al 72158590 – 76844160.


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