En una cultura dominada por la inmediatez digital, la espera dejó de ser una experiencia formativa para convertirse en una molestia. Este artículo explora cómo las generaciones que crecieron antes de la era de las pantallas desarrollaron fortalezas mentales hoy erosionadas —paciencia, autocontrol y tolerancia a la frustración— y por qué recuperar el tiempo lento podría ser una forma urgente de resistencia cultural.
Hubo un tiempo en que esperar no era un problema a resolver, sino un componente más de lo cotidiano. Se esperaba una carta, una llamada o una respuesta que podía tardar días o semanas. No existía ansiedad producto de la demora, porque era el estado natural de las cosas. Hoy, en cambio, la espera se vive como una anomalía. Se piensa que algo está fallando si la respuesta no es inmediata.
Un cambio que puede parecer banal, el paso de la espera a la inmediatez, es en realidad una mutación cultural profunda. No solo alteró la manera en que nos comunicamos o consumimos información, sino también la forma en que pensamos, sentimos y regulamos nuestras emociones. Y en ese tránsito, según advierten cada vez más psicólogos y neurocientíficos, se han erosionado ciertas fortalezas mentales que eran comunes en quienes crecieron en las décadas de 1960 y 1970. Cómo la paciencia, la tolerancia a la frustración, la concentración sostenida, el autocontrol emocional.
No se trata de idealizar el pasado, sino más bien, de observar cómo los entornos culturales producen determinados tipos de subjetividad. Las generaciones que crecieron antes del dominio digital lo hicieron en un mundo más lento, menos amable con el cumplimiento del deseo inmediato. Ese mundo imponía límites.
La psicología contemporánea ha comenzado a poner atención a este fenómeno. Algunos estudios sugieren que quienes crecieron sin pantallas omnipresentes desarrollaron una mayor tolerancia a la frustración. No porque fueran más virtuosos, sino porque no existían los mecanismos de escape instantáneo que hoy tenemos al alcance de la mano. El aburrimiento no se eliminaba, había que atravesarlo. Y atravesar el aburrimiento es una gran escuela de fortaleza mental.
La neurociencia ayuda a entender por qué esto importa. El cerebro humano funciona, en buena medida, a partir de sistemas de recompensa regulados por la dopamina. Las plataformas digitales actuales —redes sociales, aplicaciones, notificaciones— están diseñadas para activar ese sistema de manera constante y predecible, entregando pequeñas dosis de gratificación, rápidas, intermitentes, siempre disponibles. El resultado es un cerebro entrenado para buscar estímulos inmediatos y evitar cualquier forma de demora o esfuerzo prolongado.
En contraste, las actividades que estructuraban la vida cotidiana hace medio siglo —leer un libro sin interrupciones, escribir una carta, escuchar un disco completo, esperar una respuesta— activaban circuitos de recompensa más lentos, asociados al esfuerzo sostenido y a la satisfacción diferida. Eran prácticas que hoy pueden parecer casi ascéticas, pero que entonces eran la norma. Una normalidad que, sin proponérselo, formaba sujetos habituados a la espera y menos dependientes de la estimulación constante.
Esto no significa que las generaciones actuales estén “dañadas” o sean psicológicamente más débiles. El cerebro es plástico, se adapta al entorno que habita. Si hoy cuesta más concentrarse, tolerar la frustración o regular las emociones, no es por una falla neurológica, sino porque vivimos en un ecosistema cultural que premia la reactividad y penaliza la pausa.
Desde una perspectiva cultural, el problema no es la tecnología en sí, sino la lógica temporal que impone. Confunde rapidez con eficiencia y disponibilidad con bienestar. Todo debe ser ahora, todo debe responder de inmediato, todo debe generar una recompensa visible. En ese contexto, la espera se vuelve sospechosa y el silencio algo incómodo.
Las generaciones que crecieron en los años sesenta y setenta aprendieron, muchas veces a la fuerza, que no todo deseo se satisface, que no toda emoción necesita ser expresada y que no toda dificultad tiene solución inmediata. Esa experiencia no los hizo necesariamente más felices, pero sí más resistentes. Sabían convivir con la incomodidad sin interpretarla como una amenaza. Hoy, en cambio, la incomodidad suele vivirse como un error del sistema que debe corregirse cuanto antes.
Este cambio tiene consecuencias que van más allá de lo individual. Una sociedad con baja tolerancia a la frustración es también una sociedad más impaciente, más polarizada, menos dispuesta a procesos largos y complejos. La espera, indudablemente, debe ser considerada una virtud cívica. Enseña a aceptar límites, a postergar recompensas, a pensar en el largo plazo.
La buena noticia es que estas fortalezas no están perdidas para siempre. La misma ciencia que describe los efectos de la inmediatez digital muestra que habilidades como la atención profunda o el autocontrol pueden entrenarse. Pero hacerlo exige crear espacios sin estímulo constante, recuperar tiempos muertos que no estén colonizados por las pantallas.
No se trata de renunciar a la tecnología ni de idealizar un pasado sin retorno. Se trata de comprender que cada época fabrica sus propias fortalezas y sus propias fragilidades. La nuestra ha producido una extraordinaria capacidad de conexión y acceso, pero a costa de debilitar su relación con el tiempo.
Tal vez el desafío contemporáneo sea reaprender a esperar. Porque en un mundo que promete todo ahora, la espera sigue siendo una de las formas más discretas y necesarias de fortaleza mental.
Por Mauricio Jaime Goio.
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