Las ciudades del siglo XXI levantan nuevos muros —físicos y simbólicos— que fragmentan el espacio público, privatizan la seguridad y erosionan la vida en común. Este artículo explora cómo el miedo, la desigualdad y la desconfianza están redibujando el mapa urbano.
En pleno siglo XXI, cuando la globalización parecía prometer ciudades abiertas, interconectadas y democráticas, asistimos al resurgimiento de una arquitectura del encierro. Las ciudades contemporáneas, lejos de consolidarse como espacios de encuentro, se fragmentan en enclaves cerrados. Condominios con garitas, cámaras de vigilancia y muros perimetrales que delimitan quién entra y quién queda fuera.
Este fenómeno, que se extiende por toda Latinoamérica constituye una transformación profunda del tejido urbano, donde el miedo se convierte en principio organizador. Las calles públicas se cierran, las plazas se privatizan, y el espacio común se convierte en territorio disputado. Lo que antes era ciudad, hoy se parece más a un archipiélago de fortalezas.
La lógica del urbanismo tradicional —basada en la convivencia, el tránsito y el intercambio— cede ante una planificación centrada en la protección individual. La ciudad se redibuja bajo el imperativo de la seguridad. El diseño urbano ya no busca integrar, sino separar. Y esa separación, aunque se justifique como defensa, reproduce y profundiza la desigualdad.
Cada muro construido es una decisión política disfrazada de solución arquitectónica. La ciudad abierta, se ve reemplazada por espacios vigilados, donde el azar del encuentro se convierte en amenaza. La democracia urbana se debilita cuando el espacio público se privatiza, y la ciudadanía se redefine como acceso restringido.
Más allá de lo físico, los nuevos muros son también simbólicos. Representan la erosión de la confianza, la ruptura del vínculo social, la transformación del “otro” en sospechoso. La ciudad contemporánea pierde su capacidad de generar comunidad. Cada reja instalada es una narrativa de desconfianza, una metáfora del repliegue.
Lo inquietante es que hoy, en plena era digital, cuando estamos más conectados que nunca, elegimos desconectarnos en el espacio urbano real. La proliferación de barrios cerrados, el cierre de calles públicas y la vigilancia privada no solo administran la inseguridad, administran la desigualdad.
Sin embargo, sería una ingenuidad entender el fenómeno de las ciudades amuralladas exclusivamente como un síntoma de miedo irracional o de exclusión social. La inseguridad urbana es un hecho real, cotidiano y palpable. Altos índices de criminalidad, asaltos y violencia han configurado un clima de vulnerabilidad que ha dejado a amplios sectores de la población en un estado permanente de alerta.
Frente a ese escenario, el Estado ha fallado en su rol esencial de garante de seguridad, obligando a las personas a tomar medidas por cuenta propia. No se les puede culpar, entonces, por desconfiar y levantar muros. Su repliegue hacia espacios controlados es, en gran medida, una estrategia de supervivencia.
Reducir el debate a una condena de estos enclaves cerrados sería simplificar el problema. La verdadera transformación pasa por presionar al Estado para que cumpla con sus obligaciones de recuperar la seguridad como un derecho común, no como un privilegio privado. Solo políticas públicas firmes y sostenidas pueden crear condiciones para que la ciudad vuelva a ser un espacio abierto, compartido e integrado.
Los muros, en este sentido, no deberían ser vistos como una solución permanente, sino como síntomas de un Estado ausente. El desafío cultural y político está en que la sociedad pueda recuperar el control de los espacios públicos, para que la necesidad de rejas desaparezca y la urbe pueda volver a ser un terreno de encuentro y no de separación. Es esencialmente es una solución política, que pasa por la voluntad y colaboración de todos los actores sociales.
Porque seguir el camino de las ciudades amuralladas plantea 3 preguntas que no podemos dejar de hacernos:
¿Puede existir ciudadanía sin espacio público compartido?
¿Es sostenible una democracia urbana donde cada uno se repliega tras sus muros?
¿Podemos imaginar una cultura común sin plazas, sin calles, sin encuentro?
Las respuestas están en la capacidad colectiva de imaginar la ciudad como un lugar de todos. Y ese es un trabajo largo, arduo y difícil. Porque al final los muros que levantamos terminarán transformándose, querámoslo o no, en un símbolo de exclusión.
Por Mauricio Jaime Goio.
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